Mi peso

Helen Gor Damucho y Adel Gazo Unpoco, en tiempos diferenciados, se han repartido mi vida.
Helen me inspiró el placer del pan y de la carne y me indujo a percibir con claridad ese sonido abrupto que hacen las migas al quebrarse en nuestros dedos o a remar entre las apetitosas salsas que acompañan a las cosas que comemos. Ella también supo enseñarme a gozar de la abundancia y a disfrutar del exceso, rodeado de patatas y legumbres y de pescados azules.
Adel estaba en el extremo contrario. Ella me enseñó a vivir en la otra orilla, a buscar el equilibrio, a saber seguir la línea de la razón discutida y a dotarme en algún grado de etiqueta y disciplina.
A ambas las he querido, cuando estuvieron conmigo, todo lo que he podido y puedo decir sin temor que nunca las he compartido y que siempre las fui fiel. Cada vez que retornaba al hogar que me ofrecían, escapaba de la otra y volvía a enamorarme, de manera que he vivido intensamente cada cambio y jamás me hizo falta fingir. A las dos las he seguido como un perrito faldero, mientras ellas se quejaban todo el rato de los modos y costumbres que su rival había puesto en mis hábitos diarios y se esforzaban un mundo por borrar de mi pasado la huella de su contraria. Contando con sus argumentos, he convivido con ellas, convencido de que el tiempo compartido con la otra había sido un gran error y creyendo a pies juntillas que el cambio que estaba emprendiendo era el definitivo. Además, debo añadir que, a pesar de la amargura que las dos han padecido por mi culpa, ambas me idolatraron, de manera que no creo equivocarme si les digo que hemos sido muy felices la mayor parte del tiempo.
Sin embargo esta mañana al levantarme he sentido el deterioro de ese intenso sentimiento que liga entre sí a las personas y una vaga sensación de libertad. De repente, a medida que Afrodita iba siendo derrotada por el inexplicable capricho de mi corazón veleta, he visto crecer en mí alma el deseo de saber si mi peso verdadero era aquel que perseguía con los pantagruélicos platos de Helen o era más bien el del objetivo preciso del estricto régimen al que Adel y yo nos sometíamos. Por eso he sentido el impulso de marcharme, de incrustar en el pasado mis relaciones con ellas y convertir nuestras historias de amor en un recuerdo nostálgico. Por la tarde he decidido mudarme a un apartamento y empezar a vivir solo, rompiendo por primera vez el extraño círculo vicioso que nos ligaba a los tres. Al ponerse el sol he sacado mi coche del garaje y he comenzado un viaje sin rumbo ni destino. Ahora estoy frente a la tele, tumbado en la cama inmensa de un hotel de carretera y pienso en que prescindir de los cuidados que ambas me prodigaban me va a resultar muy difícil. Sin embargo me doy cuenta de que en esta situación necesito del peaje doloroso del exilio. Es así. Aunque reinventarse a mi edad resulta muy doloroso, porque es como volver a nacer, necesito intentarlo. Es preciso darle un tiempo al desamor y encontrar al fin mi peso.