Asunción

Ella está subiendo al cielo. Arrastrada por la luz, apoya sus pies delicados en peldaños musicales y asciende en espiral.
-¿Quién me arrebata hacia arriba? - se pregunta sorprendida - ¿Qué me ocurre? ¿Ya estoy muerta?
Suspendida en el fondo de un instante, repasa los episodios más notables de su vida. Recuerda su tierna infancia, la aparición de aquel joven que dijo venir del cielo, su embarazo milagroso y el extraño matrimonio con José que nunca fue consumado. También le viene a la mente su parto en pleno viaje y los regalos diversos de los magos y pastores. Luego aparece su hijo que crece y que se hace un hombre y un día se va de casa y acaba muriendo en la cruz... Y siente el dolor salvaje de perder lo más querido.
-¡No estoy muerta! - piensa -. Aún percibo los latidos en mi pecho.
Ella se siente exhausta. Ahora es tan sólo una anciana, una mujer que ha perdido su belleza y su energía, una carga para todos los amigos de su hijo. Ella sabe qué sucede y habla a la inmensa masa que la eleva a las alturas con toda la confianza que ofrece la familiaridad de una larga e intensa relación:
-Para ésto, por favor. Concédeme un segundo. Un momento para arrepentirme o para corregir mis errores y pedir perdón. Hay tantas cosas pendientes...
Y ve con horror que el remolino luminoso prolifera hacia lo alto y encuentra un ramo de olivo y un viejo reloj de arena. Contempla el corto cilindro de una vela que se apaga y mira su nombre grabado... Entiende que está atrapada y grita pidiendo piedad.
-Déjame morir. Te lo suplico. Dame muerte, por favor.
Y siente crecer el espanto mientras ve cómo desfila ante sus ojos el espacio de su absurda eternidad.