Gregorio

Tengo un alumno en segundo de bachillerato que padece un mal degenerativo. Cada día lo veo llegar en una furgoneta especial, sentado en silla de ruedas, y luego contemplo cómo lo suben por la rampa y cómo lo meten en el ascensor para después llevarlo a sus clases. A él, creo, le gusta mucho el instituto. En su rostro alargado destaca el filo cortante de su nariz y unos ojos pequeños y brillantes, hundidos como plomos en sus cuencas. Sus piernas y sus brazos son finísimos, puro pellejo sobre el hueso, lo mismo que su tronco esquelético, que está siempre disfrazado bajo la camiseta blanca del Madrid. Según me cuenta su madre, el uso de este atuendo no es una provocación premeditada a mi conocida vocación blaugrana, sino que es más bien el resultado de una afición a los deportes tan intensa que su vida hasta ahora se ha regido por las fechas de algunas grandes gestas deportivas. En efecto, parecerá extraño contarlo así, pero él se quedó tetrapléjico el día en el que Nadal ganó su medalla de oro en las Olimpiadas, se quedó ciego cuando Contador consiguió su último Tour y perdió el control sobre sus cuerdas vocales al tiempo que el Madrid se hacía con la décima. Teniendo en cuenta que sólo deletreando para ir componiendo paso a paso una palabra puede comunicarse con nosotros, el claustro de profesores ha decidido prohibirle que pregunte nada en clase y ha adquirido la obligación de grabar los contenidos en cinta magnetofónica, dado que el oído es, junto al tacto, la única vía de relación con los demás que aún le obedece. Naturalmente es opcional lo de limpiarle con un kleenex esa baba reseca que se le pega a la boca o lo de aprender a disponer sus cuatro huesos en la silla de ruedas, cuando se escurre. Muchas veces he pensado en que podría darle un achuchón, como hace la profesora de gimnasia, o en rozarle con la mano su cabeza de cepillo, como hace el secretario. Sé que a él le gustaría, pero a mí no me sale de dentro, así que no lo hago. En todo caso, lo importante es que no nos llevamos mal. Él me presta toda su atención mientras explico y yo disfruto atizando la vieja rivalidad de nuestros clubes. Si le pillo con el cuidador por los pasillos aprovecho para meterme con Cristiano y él se lo ríe entre extraños alaridos y alarmantes convulsiones, pero no cede ni un ápice. Su rendimiento ha mejorado. Ayer le examiné de Geografía y estoy francamente sorprendido. Ha hecho el test con precisión y con una rapidez inusitada. Con su actitud, creo, me habla de lo que siente, me dice que quiere más, me dice que es un placer conocer y viajar con mis historias a otros mundos. Y a mi, que estoy acostumbrado a ver un gesto de resignación y de aburrimiento en el rostro de mis alumnos, eso me da mucho en qué pensar. No contaba con la idea de que las cordilleras y los ríos alimentaran su imaginación con tanta fuerza ni nunca se me ocurrió que alguien pudiera entender esa clase larga y triste, que preparo cada día, como una ventana abierta a su pasión de vivir... Al final creo que le va a caer un notable. Podría ponerle algo más, pero antes tengo que lograr que abandone esa sonrisa cada vez que pierde el Barça.

El último minuto

Estoy temblando de miedo, pero intento hacer de tripas corazón. He vivido como un hombre y quiero morir de pie.
Disfruto de un último placer: He pedido un bourbon y lo saboreo a tragos cortos y nerviosos. Agito el hielo para remarcar su presencia, para hacerlo más sensible, y después hago un gesto con la mano para dar a entender que estoy ya preparado.
Me quitan el vaso, me vendan los ojos, me echan los brazos hacia atrás y me atan las manos. Toco el poste de madera y oigo las órdenes del capitán.
-¡Pelotón! ¡Apunten!
La suerte está echada. Se concentra en un segundo la historia de mi vida y pienso en los desenlaces que ya no podrán ser.
-¡Fuego!
No estoy muerto. Un dolor agudo me muerde el pecho y la sangre sale por mi boca como si el corazón la despreciase, consciente de ya no hace falta.
-Por lo que más quieran. Acaben ya de una vez.
Y veo su mano huesuda y siento sobre mi sien el cañón de su pistola, justo al tiempo que su dedo índice realiza una pequeña presión sobre el gatillo... Luego suena un chasquido que precede a la gran detonación, al tremendo y loco estallido, que parece que me rompe el alma, y el público comienza a aplaudir.