Gol

De aquella violenta tarascada me recuperé en un santiamén. Según iba cayendo, intuí que la pelota me llegaba, de manera que, a pesar del terremoto que produjo el golpe seco de mi frente con la hierba, me levanté de inmediato para controlar el balón. El árbitro concedió la ley de la ventaja...
Avancé hasta más allá de medio campo sin encontrar un compañero dispuesto a apoyar mi penetración. Seguí adelante. Era extraño, nadie me disputaba la posesión del cuero. Paré en seco y levanté la vista. No entendía por qué no se desmarcaba ningún delantero ni la pasividad de los contrarios, pero no era el momento de ponerse a filosofar. Decidí amagar el pase, pero resultó un movimiento inútil, pues ninguno de mis compañeros se ofrecía y los defensas no prestaban atención. No me quedó mas remedio que continuar. Me adentré en diagonal en territorio enemigo y me dio por pensar que, si alguien en mi equipo hubiera intentado hacer lo mismo, es seguro que habría tenido que regatear a dos rivales y se habría llevado consigo la consabida ración de patadas y empujones. ¿Qué ocurría? ¿Olía mal o acaso estaba soñando? 
Pisé el balón y por segunda vez levanté la vista del suelo. Estaba a punto de llegar al área grande. 
- ¿A quién se la paso? - pregunté a grito pelado. 
Contemplé cómo los jugadores seguían quietos, expectantes. De ello deduje que la idea de que yo era un chupón seguía firmemente arraigada en la cabeza de mis compañeros y que los contrarios me dejaban hacer porque sabían que en el chut era más bien un tuercebotas. "Que les den...", pensé, y decidí aprovechar la coyuntura para darme un baño de masas. Preparé la estrategia: Si quería ser práctico sólo tenía dos posibilidades: o bien seguía hacia el córner y esperaba la incorporación de los delanteros de mi equipo para intentar el pase de la muerte o bien penetraba en el área y hacía yo todo el trabajo. Como se prestaba más al lucimiento, preferí la segunda disyuntiva, de modo que hice una finta hacia la derecha, otra hacia la izquierda y empujé la pelota hacia delante. No fue difícil. Seguí la trayectoria de la bola hacia el portero y, cuando iba a llegar mansamente a sus manos, metí la puntera y rematé con toda el alma. La pelota se elevó hacia la escuadra, golpeó en la red y volvió a salir botando del área pequeña hasta que se paró completamente a la altura del punto de penalti. 
-¡Gol, gol, gooooooooool!- grité encantado y mantuve el alarido en mi alta tesitura de barítono, al tiempo que recorría el campo, corriendo como un poseso hacia el banderín del córner y levantando los brazos de igual modo que había visto que se hacía por la tele y dejándome caer en el césped al estilo de ese anuncio que ponen antes de los partidos de la Champions en el que el prota se desliza arrodillado hacia delante. Allí esperé a que llegasen los míos. Imaginaba que no tardarían en caer sobre mí como una mole para felicitarme. Sin embargo, el único que se acercaba era el portero que acababa de batir. Todavía lo estoy viendo. Me cogió la cabeza entre sus manos enguantadas, tiró de mi hacia arriba para que me pusiese a su altura, apretó mi nariz contra la suya, y con cara de pocos amigos y taladrándome los ojos me dijo enfáticamente: 
- Acabas de marcar en propia puerta... ¿Te enteras?, capullo.

(Primera versión publicada en el libro colectivo: futbolatos. Edición personal. 2004)