El partido del año

Era el partido del año. El equipo del pueblo de al lado volvía a enfrentarse con el del mío, después de doce largos meses de espera. Yo jugaba convencido de que este era el momento de hacerles morder el polvo, de vengar la humillación de dos derrotas consecutivas. Sin embargo el empate que expresaba el marcador y el reloj, que se aproximaba al minuto noventa, denotaban que el trabajo aún no estaba concluido. Frente a mi estaba Fabián, mi enemigo, la persona a quien tenía que enfrentarme y derrotar en el partido. En sentido estricto no nos conocíamos, porque nunca nos habían presentado, pero eso no implicaba que no supiéramos nada del otro. Sucedía, más bien, lo contrario. Él era pequeño y fibroso, un jugador habilidoso con mucha movilidad, y era también muy feo, con un ojo más grande y más alto que el otro. A media distancia, la falta de simetría de su rostro y la seriedad continuada de su gesto producía una cierta repulsión que él lograba utilizar en beneficio de su equipo. Los dos éramos centrocampistas e intentábamos ejercer nuestro papel, dirigiendo a los demás, controlando y repartiendo la pelota. Los dos, también, habíamos hecho los deberes, estudiando con detenimiento las características del juego y de la estrategia de los otros en los distintos partidos de la competición de la tercera división de aquella temporada. Los dos, además, habíamos empleado mucho tiempo en imaginarnos en el campo, luchando frente a frente, y en prepararnos física y mentalmente para ello. Por eso y porque aquello del fútbol era nuestra pasión en aquel tiempo, nos llegaban con frecuencia informaciones y comentarios sobre el rival, que recogíamos con interés para saber mejor qué hacer cuando llegase el momento. El momento, sin embargo, dadas las circunstancias, se estaba pasando sin pena ni gloria, porque estábamos en el último minuto. Yo, creo, estaba más entero y además era más joven e imprudente, así que estaba cantado que tenía que ser mi equipo el que arriesgase en aquella coyuntura. Lo hice. Eché toda la carne en el asador: Me ofrecí a mis compañeros, recibí la pelota y avancé hacia Fabián. Le miré desafiante y le hice un regate en redondo, un brillante capotazo que me permitió dejarle atrás e iniciar el contrataque. Ya en su campo, cuando mi extremo se internaba como un rayo por su banda y yo levantaba la cabeza para enviarle el balón, la bota de mi rival reapareció bajo mis piernas, me desequilibró con su impulso y me arrebató la pelota. A pesar de que me había desplazado de modo violento, el árbitro no apreció falta en su acción, de modo que, libre de marca, Fabián recobró con agilidad la vertical, controló la pelota y vió cómo su equipo comenzaba el despliegue. Sin embargo, de pronto, algo circuló por su cabeza que lo hizo detenerse. Fue algo completamente inesperado, porque ellos estaban en una posición táctica envidiable y el gol que podría desnivelar el choque se barruntaba. Sin embargo, cuando mi equipo se esforzaba por replegarse a toda prisa para impedirlo, Fabián se agachó, cogió la pelota, se volvió hacia mi con ella y la dejó en mis manos, diciendo:
-Mecagüen dios, Alfredo, lo siento mucho, de verdad... No sé qué me ha pasado... No sé qué me ha pasado...