Inma

Sueño con ella muchas noches y con esa casa vieja de la calle que culmina el arrabal. Yo soy el único que sabe dónde vive, pero nunca me decido a visitarla hasta que Ángel me pregunta:
-¿Dónde vive Inma?
Y yo le cuento lo que he ido averiguando en esos sueños extraños y le hablo de la incierta topografía de esa calle que se eleva hacia las nubes, de los adoquines del suelo, de la casa en un árbol seco (una olma tan antigua como el mundo) y del relente enrojecido del ocaso. A mi amigo, sin embargo, esa rara geografía no le extraña, así que decidimos subir con lentitud por la calle de mis sueños.
Llegamos a una placita con casas de un sólo piso y buscamos la vivienda en donde vive. Suena a hueco el aldabón y nadie contesta dentro. Están las contraventanas cerradas sobre el alfeizar. No se oye ni una mosca alrededor.
-Ángel, no te preocupes, seguro que no pasa nada, volvemos por su cumpleaños- le digo, mientras siento que me estoy emocionando, mientras algo en la garganta me hace daño.
Me despierto, estoy sudando. En la cama me doy cuenta de que ella ya no está. Lo sé, deprimida, sin familia, sin amor, Inma decidió que no merecía la pena seguir viviendo. 
Y ahora guardo su presencia entre la creciente colección de mis muertos más queridos y escribo el relato del sueño.