El papel de Segismundo

Soñaba frecuentemente que un asesino mataba al actor que en el papel de Segismundo decía aquello de: “Y los sueños, sueños son”. Me asustaba. Decidía llamar al director y pedirle que alguien me sustituyese, alegando una afonía, y el mecanismo previsto funcionaba: Antonio, mi compañero, asumía el protagonismo sin problemas y yo me marchaba a casa, aunque a última hora no podía resistir la tentación de asistir al espectáculo, de manera que buscaba mi mejor disfraz y desde la última fila del patio de butacas presenciaba la función.
Antonio lo bordaba. Aquello era la octava maravilla del mundo. Los focos convergían sobre su rostro para subrayar ese gesto suyo, controlado y certero, y esa dicción natural... Y yo sentía unos celos colosales, sobre todo al final, cuando la emoción se desbordaba, cuando los aplausos estallaban de tal forma que hasta las motas de polvo intentaban elevarse y brillar sobre la alfombra para acercarse al escenario.  
Al día siguiente yo recuperaba el papel para sentir en carne propia lo que pesaba el éxito ajeno. Era una losa de plomo. Cuanto más pensaba en mi inferioridad y cuanto mejor percibía que la opinión general estaba también en mi contra, más forzadas resultaban mis palabras. Las escenas sucesivas degradaban mi autoestima y el calvario proseguía más allá, porque, concluido el monólogo y acabada la obra, mientras el público abandonaba el teatro en un silencio funeral, yo volvía en solitario al camerino y escuchaba a cuatro pasos las risas de la compañía, haciendo escarnio de mi interpretación.
Por la noche soñaba otra vez con la función, pero ahora era Antonio el protagonista. Él seguía en su línea de gran divo y justo cuando acababa su famoso monólogo, después de que entre bambalinas y a tres metros de distancia yo disparase mi revólver, Segismundo caía, el ruido me despertaba y mi mente empezaba a darle vueltas al sentido del papel que me tocaba en un sueño tan real como la vida o en la cierta realidad de estar despierto.