La bella durmiente

El joven se acercó a Talía, se inclinó sobre su cuerpo, que estaba tendido en el suelo, y dejó que sus labios se rozaran con los de ella. Talía despertó de un  largo sueño, que duraba ya cien años, entreabrió sus ojos verdes y descubrió el rostro del muchacho. Él sonreía levemente, confiando en su atractivo y esperando el agradecimiento de la dama. Ella conservaba, pese al tiempo transcurrido, toda su belleza y toda su lozanía. Sin embargo, superado el inicial adormecimiento y la sorpresa posterior, la continua interferencia de esa antigua educación que insistía en las reglas de un protocolo rígido y en los riesgos de una excesiva espontaneidad transformó la sonrisa encantadora de la joven en un gesto seco y distante.
-Espero que de mi actitud no se colija que toda audacia masculina merece mi aprobación. Una mujer no debe ser nunca un castillo que se somete por la fuerza. Ojalá que en el futuro los hechos de nuestra relación se produzcan siempre por consenso- dijo.
Y el joven, enamorado sin remedio e influido por la convicción de que el papel que representaba estaba escrito de antemano, sonrió abiertamente y con aplomo y nobleza contestó:
-Lo que tú digas, Talía, como quieras.