La gota en la comisura

No te limpies
esa gota involuntaria,
no la borres de tu cara.
 En el cano pelo hirsuto, deja estar
 esa bola transparente de humedad.
    No te quites ese líquido caliente.  
 Las palabras que curaron mis heridas
 están rotas en el suelo. De sus cuerpos
   de aire alado solo queda este residuo.
 No te seques. No la to
ques. No intervengas...
 Como un pájaro brilla
nte espera sobre su mástil. 
 No te libres de esa esfera luminosa
      No la ahuyentes con tu mano      
 y deja que tiemble un instant
al borde del precipicio.
No promuevas el suicidio
con la excusa imperdonable
de tu prisa. 
Dale tiempo. 
Permite que juegue a ser ojo
y que piense en un momento
   el infinito.   

Espera a que crezca en su alma
la atracción por el abismo
y deja que salte libre,
convencida de que vuela
en la bolsa que hace el aire
   alrededor.   
Su caída solitaria
hacia el centro del final
   del firmamento,   
hacia el río sin memoria
que conduce al más allá
es una gran epopeya.
Contempla en silencio
   el proceso   
y haz el trámite sencillo,
que se lleve en su retina
   tu respeto   
 y el instinto refinado de la paz. 

Infinito

Maestro: ¿Infinito? ¿Qué es?
Discípulo: Si atendemos al "in" del principio, infinito es no acabado.
Maestro: Si es así y aún está por hacer, ¿es tan sólo un boceto que no encuentra ni su forma ni su fin?
Discípulo: ¿Un boceto? Bueno, sí. Es posible que sea así.
Maestro: Pero dime, muchacho, precisa: ¿Ese boceto que nace, esa cosa que aún no es, es un ente que aumenta o decrece?
Discípulo: Mire usted, en mi mente, infinito crece y crece.
Maestro: Y creciendo, creciendo y creciendo: ¿Llega a ser mucho más de un trillón?
Discípulo: Mucho más. sí señor, mucho más.
Maestro: ¿Cuánto más?
Discípulo: Yo no sé. Yo no sé si al sumar el caudal de los mares lo que hay pueda ser algo así.
Maestro: Mucha gente lo duda contigo, ¿no sorprende ese "ito" al final si buscamos solamente inmensidad?
Discípulo: Es verdad, si lo piensas te despista. No es normal ese "ito" pequeñito, no es normal asociar su presencia con la letra de un enano en su final.
Maestro: Te pregunto, en consecuencia: ¿Hay engaño en el final o esas tres letras caudales son mera casualidad?
Discípulo: Si lo piensas te das cuenta de que el "ito" es desinencia de un antiguo participio y nunca un diminutivo, por lo tanto...
Maestro: Por lo tanto no lamentes el error. El error está en la base del acierto. El ejemplo lo tenemos ahí delante con el brote del pasado participio. Yo a tus ojos lo llevé y celebro que al final has llegado a la sabia conclusión de que todo el infinito se cuece en tiempo pasado.
Discípulo: Y sin embargo, maestro, en nuestra palabra boceto el pasado está impregnado de futuro, ¿no es así?
Maestro: Así es. El pasado es la fibra de su ser, el futuro es solamente una potencia, una incierta aspiración. El presente, sin embargo, no aparece. El presente sólo es el segundo que transforma realidad en pasado inalcalzable, en memoria y en olvido.
Discípulo: Por lo tanto el infinito es la síntesis compleja de todo el tiempo del mundo. Una idea muy abstracta y también un gran absurdo.
Maestro: Un absurdo, sí señor, y en eso se nos parece. Sin embargo en su interior vive un mundo diferente.
Discípulo: ¡Qué me dice, gran maestro! ¿A qué mundo se refiere?  
Maestro: Me refiero al universo del pensamiento ideal. Ese término, infinito, aspira a la totalidad. Es un ser uniforme, limpio y justo, equilibrado, perfecto en el orden moral, que es abstracto y absoluto y que vive el más allá. Él concluye espacio y tiempo. Para ir hasta él, uno debe imaginar y después multiplicar, potenciar lo que hay hasta el límite del fin. Infinito debe ser como un dios, una idea general, algo azul que es total y que sigue siempre así, hasta que llega al final.
Discípulo: Sí. Debe ser una esencia sin principio y sin final, un lugar transparente que flota clavado en el cielo y que se esfuma al volar, una piel sin materia que cubrir, un fugaz pensamiento incapaz de precisar su verdadero sentido.
Maestro: Algo así, nada más... Aunque al fin, casi al fin... Esa incierta aspiración... In-fini... Infini-to...

El papel de Segismundo

Soñaba frecuentemente que un asesino mataba al actor que en el papel de Segismundo decía aquello de: “Y los sueños, sueños son”. Me asustaba. Decidía llamar al director y pedirle que alguien me sustituyese, alegando una afonía, y el mecanismo previsto funcionaba: Antonio, mi compañero, asumía el protagonismo sin problemas y yo me marchaba a casa, aunque a última hora no podía resistir la tentación de asistir al espectáculo, de manera que buscaba mi mejor disfraz y desde la última fila del patio de butacas presenciaba la función.
Antonio lo bordaba. Aquello era la octava maravilla del mundo. Los focos convergían sobre su rostro para subrayar ese gesto suyo, controlado y certero, y esa dicción natural... Y yo sentía unos celos colosales, sobre todo al final, cuando la emoción se desbordaba, cuando los aplausos estallaban de tal forma que hasta las motas de polvo intentaban elevarse y brillar sobre la alfombra para acercarse al escenario.  
Al día siguiente yo recuperaba el papel para sentir en carne propia lo que pesaba el éxito ajeno. Era una losa de plomo. Cuanto más pensaba en mi inferioridad y cuanto mejor percibía que la opinión general estaba también en mi contra, más forzadas resultaban mis palabras. Las escenas sucesivas degradaban mi autoestima y el calvario proseguía más allá, porque, concluido el monólogo y acabada la obra, mientras el público abandonaba el teatro en un silencio funeral, yo volvía en solitario al camerino y escuchaba a cuatro pasos las risas de la compañía, haciendo escarnio de mi interpretación.
Por la noche soñaba otra vez con la función, pero ahora era Antonio el protagonista. Él seguía en su línea de gran divo y justo cuando acababa su famoso monólogo, después de que entre bambalinas y a tres metros de distancia yo disparase mi revólver, Segismundo caía, el ruido me despertaba y mi mente empezaba a darle vueltas al sentido del papel que me tocaba en un sueño tan real como la vida o en la cierta realidad de estar despierto.

Inma

Sueño con ella muchas noches y con esa casa vieja de la calle que culmina el arrabal. Yo soy el único que sabe dónde vive, pero nunca me decido a visitarla hasta que Ángel me pregunta:
-¿Dónde vive Inma?
Y yo le cuento lo que he ido averiguando en esos sueños extraños y le hablo de la incierta topografía de esa calle que se eleva hacia las nubes, de los adoquines del suelo, de la casa en un árbol seco (una olma tan antigua como el mundo) y del relente enrojecido del ocaso. A mi amigo, sin embargo, esa rara geografía no le extraña, así que decidimos subir con lentitud por la calle de mis sueños.
Llegamos a una placita con casas de un sólo piso y buscamos la vivienda en donde vive. Suena a hueco el aldabón y nadie contesta dentro. Están las contraventanas cerradas sobre el alfeizar. No se oye ni una mosca alrededor.
-Ángel, no te preocupes, seguro que no pasa nada, volvemos por su cumpleaños- le digo, mientras siento que me estoy emocionando, mientras algo en la garganta me hace daño.
Me despierto, estoy sudando. En la cama me doy cuenta de que ella ya no está. Lo sé, deprimida, sin familia, sin amor, Inma decidió que no merecía la pena seguir viviendo. 
Y ahora guardo su presencia entre la creciente colección de mis muertos más queridos y escribo el relato del sueño.

La bella durmiente

El joven se acercó a Talía, se inclinó sobre su cuerpo, que estaba tendido en el suelo, y dejó que sus labios se rozaran con los de ella. Talía despertó de un  largo sueño, que duraba ya cien años, entreabrió sus ojos verdes y descubrió el rostro del muchacho. Él sonreía levemente, confiando en su atractivo y esperando el agradecimiento de la dama. Ella conservaba, pese al tiempo transcurrido, toda su belleza y toda su lozanía. Sin embargo, superado el inicial adormecimiento y la sorpresa posterior, la continua interferencia de esa antigua educación que insistía en las reglas de un protocolo rígido y en los riesgos de una excesiva espontaneidad transformó la sonrisa encantadora de la joven en un gesto seco y distante.
-Espero que de mi actitud no se colija que toda audacia masculina merece mi aprobación. Una mujer no debe ser nunca un castillo que se somete por la fuerza. Ojalá que en el futuro los hechos de nuestra relación se produzcan siempre por consenso- dijo.
Y el joven, enamorado sin remedio e influido por la convicción de que el papel que representaba estaba escrito de antemano, sonrió abiertamente y con aplomo y nobleza contestó:
-Lo que tú digas, Talía, como quieras.