En Fukushima

Cuando el tsunami se llevó a su único hijo, Katsuh sintió que todas sus ilusiones se iban con la gran ola. Encaramado al tejado de su casa, que se movía como un juguete a merced de la enorme masa de agua, le vio pasar gritando:
-Socorro, padre, ayúdame.
A pesar de que era fuerte, Katsuh no pudo auxiliarle. Sólo pudo seguir su trayectoria con la vista y esperar a que su casa encallase para saltar después a tierra firme.
Desde entonces vive como sin ganas con la mirada perdida en la lejanía. Obsesivamente le da vueltas a su tragedia y se intenta convencer de que la decisión que tomó fue la más prudente, porque si se hubiera tirado al agua él también estaría muerto. Algunas veces, sin embargo, se mortifica con el íntimo convencimiento de su propia cobardía y se pregunta en silencio si no sería mejor abandonar esta ingrata existencia y quitarse la vida dignamente como un viejo samurai. Le da vueltas a esta idea hasta que se da cuenta de que ya no le hace falta suicidarse. El tsunami se llevó también su alma, abrazada al cuerpo de su hijo. Por eso, aunque su corazón aún palpita y sus recuerdos todavía acuden a su mente cuando su voluntad los convoca, él no puede dejar de ser un hombre triste y sin futuro que se muere a toda prisa y sin remedio.