De la intensa mirada de los gorilas

Lo encontré por casualidad en el fondo de un estrecho pasillo del zoológico. Inmóvil, de pie tras el grueso cristal, parecía retarme en la distancia. Era un macho de gorila. Un inmenso cuerpo peludo y un gran rostro inexpresivo, trabajado por mil surcos. 
Estábamos solos. Él, encerrado en su pequeño cuarto, y yo, libre de entrar y salir. Avancé con lentitud. Su mirada no dejaba de clavarse en el centro de mis ojos. Intenté aguantarle un tiempo, necesitaba saber hasta qué punto me entendía, conversar tal vez conmigo a su través. Así que me acerqué un poquito e imaginé que era un rey, un sujeto relevante de una cultura perdida, alguien que probablemente había sufrido una zafia trampa en la selva, justo antes de caer dormido por un dardo y de sufrir en silencio las terribles condiciones de un oscuro contenedor en el largo viaje en barco o, más tarde, quizás, el traqueteo inquietante de un camión.
Cuando estuve a tan sólo dos pasos de la frontera transparente de su cubículo, su quietud hierática y su enorme tamaño lo hicieron aún más amenazante. Impulsado por la fuerza que da el miedo, me detuve, dibujé en mis labios una sonrisa artificial y le dije:
-Lo siento.
El gran simio no entendía mis palabras ni la expresión de mi cara, pero estaba frente a mi y se enfrentaba conmigo. Adaptado al papel de centinela en el fondo de su cárcel, su mirada me horadaba. Sentí un terror difuso. Si se hubiera movido un ápice, habría salido corriendo como alma que lleva el diablo. Sin embargo aguanté. Necesitaba entenderle.
-“¿Qué sentido tiene esto?”- pregunté.
Mis palabras rebotaron en su cuerpo lo mismo que una pelota. Su cara mantenía esa expresión concentrada y sus ojos seguían clavados en mi pupila. Yo seguía horrorizado, de modo que me di la vuelta para descansar de su acoso y para calcular el recorrido del retorno, por si acaso. Luego respiré hondo y volví a escudriñar su rostro. Él seguía ahí, tranquilo en su inmensa desgracia, firme y calmado a la vez. Aún a sabiendas de que ya no era el macho dominante, aquel banco de genes sin futuro demostraba que era firme su deseo de no dar un paso atrás.
-"¿Qué sucede?" -susurré.
Incapaz de sostener su mirada ni un segundo más, bajé la vista al suelo, y entonces creí entender el misterio de su cruel comportamiento: Solo, enorme y silencioso, el gorila se aplicaba a rebajarme al nivel del animal que se extendía por debajo de mi piel. Él me hablaba de tú a tú con el único recurso que tenía, el recurso de su alta dignidad que era el último residuo de la etapa de su vida en que fue libre. A pesar de estar ahí, encerrado como ladrón y vejado como enemigo, su instinto le mantenía.
-"Eso es"- pensé de pronto -"me pides que te respete".
Y entonces sentí el impulso de contar que lo entendía y, haciendo acopio de los escasos redaños que me quedaban, levanté otra vez la vista para intentar aclararle que yo estaba de su lado. Sin embargo, bastaron unos segundos de exposición a sus ojos para recuperar el agobio. Su mirada seguía ahí, imbatible y justiciera y mi corazón se rompía por los latidos del miedo. El terror había estallado en mi interior:
-"¿Qué?"- le dije, derrotado de antemano por su fuerza insobornable.
Y sus ojos, esos ojos de sombra húmedos y brillantes, esos ojos de niebla, esos ojos africanos, inocentes y salvajes, esos ojos misteriosos e irritantes no supieron ni quisieron contestarme.