Un combate de boxeo

Fue hacia el 85, un martes, creo... Me llamó Warhol para realizar una sesión de fotos con Michel Basquiat. 
-Halsband, te lo digo de verdad. Creo que eres la persona indicada pero tiene que ser ahora mismo. Si no puedes buscamos a otro. ¿Lo tomas o lo dejas?
Y yo, ¿qué iba a hacer? Aceptar. Era la oportunidad de mi vida.
- Lo tomo, Andy, ¿dónde hay que ir?
-Ven a mi casa. En el 125 de Madison. Te estamos esperando.
Salí zumbando con lo puesto más la Yashica y un objetivo del 45. Monté en un taxi y en cincuenta minutos estaba ya en Madison.
Encontré a Andy y a Michael muy relajados, sentados en un sofá y dándole al bourbon. 
-Bien -dije- ¿dónde queréis? ¿Aquí mismo? 
-Eso depende de ti- dijo Basquiat-, es cosa tuya. ¿qué propones?
Yo miré a Andy, para ver qué era lo que él pensaba, pero él se calló. Me pareció que quería dejarme hacer, que confiaba en mi juicio.
-Espero que seáis comprensivos conmigo, como comprenderéis yo acabo de enterarme... 
-No te preocupes, nosotros tampoco teníamos nada previsto. Tan sólo la idea de la sesión. Nos ha dado por pensar que nos iba bien juntos y se nos ha ocurrido que se podían ligar mejor nuestros nombres con una obra plástica. Con la que tienes que hacernos tú, ahora...  
-Bien. Os lo agradezco... Dejadme pensar... Se me ocurre que el hecho de que seáis artistas y americanos es lo único que tenéis en común y que entre vosotros hay más diferencias que semejanzas, especialmente lo que resulta más visible: Que sois de dos razas y de dos tiempos distintos.
Eso era exactamente lo que pensaba. Warhol era el patriarca del Pop Art, el artista más influyente de todo el siglo, el promotor del underground, el amigo de David Bowie, el pintor que reflexiona sobre la creación de los mitos por la publicidad y los medios, pero sus canas contrastaban con el peinado de Principito de Basquiat, que era un muchacho todavía. Éste, aunque con el apoyo de Warhol ya había triunfado en Europa, seguía siendo un crío marcado por el color negro de su piel. Ese era también el color de su pelo, de sus graffitis en el Soho e incluso, también, el color de su vestidos... 
-Os fotografiaré en blanco y negro- añadí.
-¡Bien!- dijo Andy golpeándose con la palma de su mano en la rodilla- estoy de acuerdo. 
-Escuchad, ya lo tengo... ¿Qué os parece un combate de boxeo?
-¿Qué me dices? - interrumpió divertido Basquiat-. Si me enfrentas con este bicho enclenque me lo cargo. No me aguanta ni un asalto.
Miré a Andy y me di cuenta de que estaba dando en el clavo. Ellos estaban luchando: Warhol buscaba la juventud perdida y eso lo acercaba a Michael. Él nunca había pintado con pincel y ahora lo hacía para poder estar con él, para disfrutar de su tiempo impoluto, para seguir su impulso. Por su parte Basquiat buscaba la sabiduría de la experiencia del éxito porque, aunque acababa de llegar a la cumbre, seguía siendo un muchacho de la calle. Por entonces decía que Samo, el grafitero que lo hizo famoso, había muerto, y que en adelante ya sólo sería: Michael Basquiat, el pintor, el que había recorrido con su madre (diseñadora y portorriqueña) los museos, el seguidor de Picasso, Duchamp, Pollock y Warhol. Sin embargo, en cuanto rascabas un poquito en él, salía el neoyorquino práctico y violento, el chico de la calle alocado y radical, la razón que atraía a Warhol. Ambos trabajaban juntos, porque resultaban compatibles y porque se necesitaban. Ambos se admiraban y por eso podían sumar sin problemas su energía y su saber como auténticos vampiros, pero también se enfrentaban, y a veces muy duramente. Su enfrentamiento era algo inevitable, estaba escrito en sus naturalezas, por mucho que se apreciasen, por mucho que se quisiesen, no podrían dejar de ser rivales...
- Necesito guantes para dos y dos pantalones de boxeo. Con eso será suficiente. A ver qué talla tenéis.
Andy y Basquiat se pusieron en pie para mostrar su talante colaborador. A Michael le encantaba la idea, porque adoraba a Casius Clay y porque para un muchacho negro como él, nacido a principios de los sesenta, el triunfo tenía nombre de boxeador o de cantante. A Andy le hacía menos gracia...
-La talla tiene que ser la misma y en las fotos no quiero que se vea que él es más alto.que yo- dijo súbitamente serio y convencido de que al defender aquello ponía a buen recaudo su prestigio. 
-El fondo será blanco y tú no puedes dejar de ser negro- dije mirando a Michael.
-Entonces yo me pondré un jersey negro, así nadie podrá decir que hay un problema de color- contestó Andy 
-Venga, vamos a hacer las compras.
Bajamos a la tienda y dos horas más tarde volvimos con dos pantalones Everlost de la misma talla, dos guantes derechos y dos izquierdos y una gran sombrilla blanca. Repartieron el material. Uno entró en su dormitorio y el otro en el baño. Basquiat salió en apenas un minuto, exhibiendo su torso joven a la cámara y Warhol, por una vez, se hizo de rogar.
-Vamos, Andy, que es para hoy -dijo Michael.
-Bueno, -contestó- yo tengo más prendas que ponerme y a mis pelos les cuesta más someterse.
-Escuchad- dije interrumpiendo el debate-. Aún falta lo más importante: La acción. Sois artistas, no podéis enfrentaros cuerpo a cuerpo. En las fotos no debe haber sangre, ni odio, ni violencia. 
-No -dijo Michael-. La lucha es siempre necesaria. La lucha se impone. Sin ella no se marca el dominio. Siempre hay violencia. Yo soy negro y él es blanco, él me apadrina y yo sigo sus pasos. Cada cual tiene sus armas. Aunque él es más rico, yo le gano en juventud, fuerza e impulso. La dialéctica es siempre un enfrentamiento de contrarios. Si no hay lucha no hay historia. Así que hay que pelear. Tiene que haber combate y el combate no se amaña. 
Tuve que hacer caso a sus argumentos porque Andy escuchaba y aprobaba con su gesto, así que permití que jugasen a pegarse, dejé que representaran aquella farsa ante el carrete de mi cámara y luego, más relajados, conseguí llevarles a las posiciones más hieráticas que yo prefería, como esa que veis más arriba y que les dota de un aire de difuntos faraones. Pensé que así resultaban más solemnes, más religiosos, más artísticos y creo que también en eso acerté...
Ahora, pasados más de veinte años y muertos ambos -Warhol murió en el 87 y Basquiat, de sobredosis, en el 88-, los recuerdo así, como en la foto, muy quietos e inexpresivos, mirándome fijamente desde su blanca pirámide. Ahora ya no importa si hubo o no combate ni quién fue el que ganó. Al final la muerte nos iguala y exhibe su victoria con una sola y exclusiva foto fija.

Un gorro de sombra

Estuve tirando unas canastas en el patio del colegio que hay delante de mi casa. Entre casas de pisos, encerrado en la jaula de alambre de la pista, acompañado por el sonido del caucho tenso en su rítmico e insistente golpear sobre el cemento, me sentía extrañamente ensimismado. En el suelo había hojas amarillas que el viento cambiaba de sitio como un barrendero anárquico. Yo me aplicaba ante el tablero, procurando no cansarme en exceso porque ya no tengo edad para forzar mi físico con jadeos gratuitos y, porque, además, sé que en la bombilla estoy mucho más acertado cuando mi ritmo respiratorio es el normal. A pesar de todo, sin embargo, cuando la pelota no entraba, no podía evitar el engorro de tener que correr detrás de ella. Sabía por experiencia que merece la pena responder pronto porque, si uno tarda en reaccionar, la distancia a la que llega la pelota es mucho mayor y eso multiplica el esfuerzo necesario para conseguir el objetivo, que es el de tirar con tino a la canasta, así que cuando el aro rechazaba a la pelota y la enviaba fuera de la pista yo salía como un resorte, dispuesto a hacer lo que fuera para evitar que se alejase. Por eso siempre volvía botando la bola al paso, exhibiendo el ritmo pausado de los bases de la NBA mientras avanzan despacio hacia el campo contrario, intentando recuperar a su equipo del anterior esfuerzo. Pues bien, en una de aquellos retornos me encontraba cuando me topé de frente con mi sombra. Al principio me dio por pensar que aquel perfil que oscurecía el suelo no era algo que yo proyectase y sí un rival silencioso y pegajoso que se plantaba ante mí y que me impedía progresar. Jugueteé con él un momento, agachándome como con desgana, para intentar engañarle con la sensación de un falso reposo; luego intenté una finta rápida y salí corriendo hacia la canasta. En el ímpetu siguiente, cuando intentaba sacar de mí la escasa energía que me quedaba, vi como el monstruo polimorfo que tenía enfrente se alargaba sobre la pelota y desviaba su trayectoria.
-Ya no puedo ni con mi sombra- pensé-. Mejor me subo y me ducho.
Y recogí la pelota y busqué la puerta de salida y comencé el recorrido para volver a mi casa, al tiempo que repasaba las ventanas que se abrían ante mí para ver si alguien me contemplaba desde arriba. Y no, nadie me estaba mirando, salvo el rival que me seguía un paso atrás y se mofaba abiertamente de mi fallo.