Sanitario

A las puerta de los baños de la posada de Taxco, dos hombres esperan su turno. Animados por la misma urgencia mingitoria, ambos se miran. Son adultos que se acercan con peligro a los sesenta, cuando el órgano masculino empieza a sentir los típicos afanes del deterioro de la próstata. Delante está el más alto, que es también el más directo, el más afable:
-¿Sabe usted cuál es el santo más frecuentado en Méjico?- dice.
-No...
-Pues éste, el San Itario.
-Está bien- dice el más bajo, sonriendo apenas, después de un ja-ja de compromiso. 
-Amigo, ¿de dónde viene?
-¿No se me nota? De España.
-¿De tan lejos?
-Sí que lo está, sí... Doce horas de avión, más cuatro de aeropuerto.
El más alto se queda un rato pensando y luego se arranca así:
-Oiga amigo, perdone que le platique algo más. Entiendo que no es algo para hablar sin confianza, pero permítame que le formule esta pregunta: ¿Qué le parece a usted lo que hicieron aquí sus antepasados? 
El español se sintió patrióticamente maltratado. De nuevo la leyenda negra... Pensó en que podría contrarrestar la propaganda resaltando los aspectos positivos, como el de la prohibición expresa de la esclavitud de los indios por las leyes de Indias de Isabel la Católica o la de la fuerza crítica de personajes tan bien intencionados y poderosos como el Padre Bartolomé de las Casas ... Sin embargo, en aquel contexto, decidió emplear otro argumento:
-¿Mis antepasados? Serán los suyos, amigo... Cortés y los conquistadores vinieron solos, sin mujeres. Aquí dejaron sus hijos, su sangre y sus huesos. Ustedes no son sólo indios, son mestizos. A ustedes también les toca la sangre de los conquistadores. Hablamos el mismo idioma. Somos de la misma pasta, deberían saberlo...
Dos jóvenes salieron del baño, de modo que los dos adultos entraron juntos y, casi al mismo tiempo, buscaron su lugar frente al urinario, bajaron sus cremalleras y empezaron a desalojar la vejiga. En un punto del proceso ambos rostros se buscaron y se encontraron de nuevo. El más alto, señalando hacia el chorro que salía de su miembro, repitió con cierta sorna:
-Somos de la misma pasta, sí. De la mismita pasta. No cabe la menor duda...
El español, aprovechando el sentimiento de complicidad que parecía estar brotando entre ellos, le siguió el juego:
-Si no cabe la menor, la que cabe es la mayor, ¿no es eso?
-Ambas caben, chamaquito- respondió.
Mientras las cremalleras volvían a ocultar bajo el pantalón los órganos de la entrepierna, los dos hombres se volvieron hacia los lavabos con sus labios dibujando una sonrisa ahora abierta y confiada. El agua fresca fluía desde las cañerías hacia las cuatro manos y luego se deslizaba hacia abajo, asumiendo el sentido de giro de las agujas del reloj antes de colarse por el sumidero. El español habló hacia el lugar sobre el que aparecía la imagen del mejicano en el gran espejo corrido que intentaba duplicar la sensación de espacio del angosto baño:
-¿Te hace una copita, hermano? Yo te invito a la primera.
-Tendrán que ser dos.