El enigma de mi nombre

Cuando una acaba de morir, el dolor se acaba y florece la tristeza. Una inaudita inmovilidad se impone a todo. No hay frontera ni blanco paisaje. Cuando una acaba de morir, están frescos los recuerdos, porque una ráfaga instantánea acaba de revivirlos en la mente que ve próximo el final y que se niega a aceptar lo inevitable. En el último suspiro, el cerebro se concentra para hacer un reportaje que resume en un segundo todo lo que importa. A pesar de la tensión, en el último momento son más vívidos los hechos y el mayor galimatías se resuelve, porque entonces se miran sin prejuicios las razones de las cosas y se sacan conclusiones más allá de la apariencia; al final se disuelven los turbios engranajes del cariño, aquellos que impedían comprender esa simple relación de causa-efecto que era clave en nuestra historia; al final se confiesan las mentiras que el pasado había ocultado y, aunque todas nuestras fuerzas se aferran a la vida, todo se termina de repente.
Yo era demasiado joven y no había tenido tiempo de pensar. Me faltaba una explicación a mi existencia. No tenía, todavía, ni un sentido ni un trayecto definido. Es por eso que he dejado libertad a mi memoria para ver si era posible que las cosas se ordenasen, lo mismo que los sedimentos en el fondo de los mares y, al final, me he viso allí, tumbada en aquel cadáver. He sufrido al verme inmóvil e incapaz de abrir la boca y he sufrido por el tiempo que ya no viviré... Es por eso que reclamo vuestra atención, ese especial sentido, esa especial intuición que a veces permite a los vivos comunicar con los muertos. Escuchadme, entonces, si podéis, dejad vuestras ocupaciones y atendedme. Así podré colonizaros y florecer en vuestro pensamiento. Así podré vengarme de la muerte. Así denunciaré a mis asesinos y podré vivir lo que me falta. Así no me marcharé del todo... No, no podéis negaros, os lo ruego, por favor: Vosotros, que seguís vivos y que creéis que sois justos, abrid bien vuestros oídos y grabadme en vuestra mente...
Yo era Paloma. Esa niña que corría en la alameda con el rostro concentrado en la distancia y que luego creció un poco. Yo pensaba que en mi nombre se escondía mi destino y creía que mis brazos serían alas y que mi vello acabaría por transformarse en blanda pluma... Luego crecí de repente y escribía cartas largas a aquel chico de ojos negros cuyo nombre y dirección desconocía. Yo era la que esperaba que el tiempo se acelerase para ver el fin del mundo y navegar por mil mares sin pedir permiso a nadie. La que hubiera querido aprender mil lenguas, incluyendo las de hueso y de marfil para entender la verdad. Yo era aquella que pensaba que mezclar todas las razas era perfectamente posible, la que confundía a las estrellas con chinchetas de un azul tablón de anuncios y miraba por la tarde al sol poniente, cuando hunde su rojizo redondel en la línea interminable del color azul marino. Yo era la que envidiaba el vuelo de las cigüeñas y seguía con la vista el aleteo de las mariposas, la que no entendía que las focas tuvieran que morir ni el color del espanto, manando escarlata de la herida. Y también era tu amiga, la que se sentaba contigo en el pupitre, la que había salido voluntaria en geografía, la que sufría mucho más que las demás en la clase de gimnasia, sobre todo cuando había que hacer abdominales, la que conocía a un muchacho que jugaba al balonmano, la que se cruzaba contigo en el paseo los fines de semana. Esa chica que vivía en tu misma calle y compraba los domingos en el quiosco de la plaza los periódicos. Yo era Paloma, la que podría haber crecido al tiempo que tú creces o envejeces, la que podría haber sido tu vecina, tu médico, tu juez, tu alcalde o tu azafata, la madre de tus hijos o tu amor desesperado, la que podría haberte seducido, la que podría haberte descubierto o haberte amamantado... Mis padres me llamaron Paloma, por mi tía, que acababa de morir. A mí me gustaba ese sonido: Pa-lo-ma. Yo creía que mi nombre era un dibujo, una forma imaginaria, un contorno que la vida iba llenando de color. Yo buscaba en él la forma de mis sueños y me he visto disfrazada y volando por el cielo con mensajes o con ramas de un olivo milenario. En mi nombre se incluía el atributo de las alas. Yo soñaba que podría elevarme desde el suelo hasta el aire puro y fresco en donde surgen las tormentas y también imaginaba que la forma de mi cuerpo adquiriría la finura de un diseño aerodinámico. En mi mente daba vueltas a esa idea de un futuro sin fronteras ni poderes terrenales y confiaba en ser feliz, contando con la ayuda de mi nombre. 
Pero ahora, que os dejo sin remedio, pero ahora que ya me he muerto, os diré que aún no comprendo. Si todavía no han brotado las alas en mis brazos, ¿por qué me llamaron Paloma? No lo entiendo... Estoy aquí y me siento extraña, como si hubiera crecido de repente. Yo creía que la muerte sucedía cuando las arrugas se hundían en la piel y que los jóvenes no moríamos. Sin ningún fundamento, imaginaba un futuro perfecto con un príncipe esperando en una esquina con la cara de Brad Pitt y soñaba que algún día volaría, pues en realidad era Paloma y había nacido para eso.
Recuerdo que hace diez horas discurrían los segundos como siempre. Todo parecía fluir según la norma: Dormía, me despertaba, sonaba el reloj despertador en la mesilla y había prisa por coger el autobús para el colegio. Mi madre me reprendía porque no tomaba el desayuno y más tarde mis amigas se reían del profesor de matemáticas. En el aula, y a escondidas, repasaba una vez más esa carta que había escrito a un muchacho del que estaba enamorada. Y después también recuerdo la merienda y el color arrebolado de las nubes y mis dedos sujetando la bolsa de basura y mi rostro en el espejo del metálico ascensor. Luego bajé hasta el portal y salí a la calle. Me he mojado. Empezaba a descargar una tormenta. Se encendían las farolas y en la curva un coche rojo se acercaba. Una bomba lo ha elevado a las alturas y la tierra ha respondido de repente con un ruido de timbal. Mis tímpanos han estallado y he volado por los aires, pero no con la elegancia de las aves, pero no con el silencio. He volado, arrastrada por mil olas de aire negro y mi cuerpo se ha estrellado contra un muro. Vi volar mis brazos-alas, cada uno en un sentido diferente, mientras mis puños se cerraban sin que pudiera controlarlos. Vi elevarse el coche en llamas y he sentido un dolor tan excesivo, tan horrible y tan intenso que no he podido gritar. Tendida aquí en el suelo, suplicaba a lo más santo. ¡Santo Cielo! Me han mordido cien leones, me han pinchado mil agujas y me han quemado en la hoguera... Se diría que el dolor era absoluto y que no existía nada más. ¡Oh Dios! ¡Cómo he llorado! ¡Con qué avidez he invocado una ayuda imposible! ¡Con qué razón he pedido explicaciones! He intentado levantarme, pero mis piernas no me han respondido, y mis ojos se han abierto para intentar dibujar un por qué... Nadie me ha contestado. Nadie sabe. Nadie entiende los caprichos de la muerte. He pedido terminar, acabarme como un río en el océano, y después me ha parecido que todo se detenía... 
Ahora soy sólo un espectro, un fantasma refugiado en la memoria de los vivos. Soy un muerto, una huella que se borra. No me importan los discursos que dirán que era inocente ni las flores de mi entierro. Sólo intento acostumbrarme a la idea de la absurda soledad del cementerio. ¡Qué aburrido lo imagino, mientras pienso en los gusanos! ¡Qué terribles los cipreses en su estático papel de centinelas! El tiempo se ha terminado. Alguien se ha acercado a mi brazo, abandonado en la acera, y me ha puesto una flor entre los dedos. Un muchacho ha cerrado mis párpados y se ha oído por los montes un sonido salvaje: el relincho de un caballo yuxtapuesto a un gran mugido. Y mi madre, arrodillada, ha intentado componer el puzzle de mis restos, esos restos esparcidos por la bomba en un círculo de muerte de diez mil metros cuadrados.
¿Para qué me están hinchado los pulmones? ¿Para qué me han conectado los brillantes electrodos? Estoy muerta. ¿No lo saben todavía? Mis brazos ya nunca serán alas ni el joven que yo amaba sabrá que lo quería. Ya nunca podré entender el sentido verdadero de mi nombre, ya no podré volar sobre las cimas de los Alpes ni podré limpiar mis plumas con la nieve. Me han segado sin haber granado. Me han hundido antes de salir del puerto... Ya ha comenzado el viaje. Siento la invasión de las sombras, ese frío total y nebuloso, y ya no soy capaz de nada. Ni siquiera sé si existo o si alguna vez viví. ¡Cómo cantan las sirenas ese canto que enloquece! Todo se está borrando. Lo que fui se disipa en el aire. Cruzo una oscura laguna y se oyen a lo lejos los ladridos. Me he marchado y ya no estoy en ningún sitio. Soy vacío en el vacío.