El tío Dionisio

Él siempre había sido el tío político, el marido de la tía Encarna, pero la tía había sido hasta su muerte tan querida, tan amable y cariñosa que el tío Dionisio era también un personaje necesario de mi infancia. Por eso, a pesar de que ya no nos tratábamos, cuando le vi aquel día paseando sólo por la acera, sentí que tenía que parar... Se lo dije a Caty y a los niños: 
- Mira es el tío Dionisio. 
Aparqué el coche, salí afuera y le grité. 
- ¡Eh!, tío, ¿sabes quién soy? 
- Luisito... – dijo sorprendido. 
Me acerqué hasta donde él se encontraba e hice con la mano una señal a Caty y a los niños para que salieran. Pensé en que, a pesar de sus noventa años, el tío mantenía una pinta envidiable. 
- Vaya qué bien te veo, estás igual que siempre. Niños, este es el tío Anastasio, ¿os acordáis? Vamos, dadle un beso. 
- Pero, ¡qué guapos están! ¡Cómo han crecido! 
- Chispi tiene ya siete años y Pirracas tiene nueve – dijo Caty. 
- Hola Caty – terció el tío - ¡Cuánto tiempo! ¿no? 
- ¿Qué tal te encuentras? ¿De salud bien? – le dije. 
- No me quejo, a mi edad tengo bastante con conservarme dentro del pellejo. 
- Venga no te quejes que estás hecho un chaval – dijo Caty 
- ¿Sí? Ojalá fuera verdad... Luisito, ¿qué tal tus padres? 
Los niños se miraron divertidos porque no estaban acostumbrados a oír que me llamaban Luisito. Les hizo gracia y comenzaron a enredar, así que cogí la mano de Chispi y le apreté. 
- Están bien, tío; ¿y tu mujer?, perdona, ¿cómo se llamaba? 
El tío se puso serio. 
- ¿Antonia?, bien... He quedado con ella a las siete. ¿Por qué no os esperáis y os la presento? Mira, si no podemos ir a casa... 
- No tío, no. Venimos de la playa y tenemos que marcharnos ya. Mañana trabajamos. 
- Bueno, pues si no podéis quedaros, vamos a tomar algo. Os invito. 
- Que no tío, que no puede ser. Tenemos que irnos, ¿verdad Caty? 
Caty asintió, mientras los niños se ponían tontos y jugaban a tocarse y a esconderse. 
- Sí, mirad, vamos ahí y tomamos un café o lo que queráis. 
- Que no tío. Nos vamos ya – le dije sonriendo. 
Echó mano al bolsillo y sacó un cartera de piel, negra. Parecía nueva, recién comprada, lo mismo que los cuatro billetes de cincuenta euros que acababa de extraer de su interior. 
- Dejadme por lo menos que les dé una propina a los niños. Toma Pirracas. 
Pirracas adelantó tímidamente su mano y Chispi se preparaba. 
- No, tío, no. No hace falta... 
-¿Cómo que no hace falta? 
- Como que no. No insistas. 
- Pero Luisito, ¿cómo me vas a hacer a mí este feo? 
- De verdad, tío, sólo queríamos verte y saber qué tal estás. 
- Mira, déjame. Esto no es nada. 
- No, tío... Me alegro de que estés bien. Venga niños dadle un beso. 
Los niños obedecieron. Luego le besamos Caty y yo. Me quedé pensando un momento, indeciso. ¿Qué sería lo correcto? ¿Qué debía hacer? Recordé la discusión que tuvo con mi padre después de que se casase con Antonia y las críticas inmisericordes de mi madre... No, ya no podía aceptar su propina. 
- Sigue bien, tío. 
Nos montamos en el coche y él se quedó en la acera. Tenía el gesto adusto. Le miré bien a la cara como si aquella fuera la última vez. Arranqué, levanté la mano y una tibia sonrisa se dibujó en mis labios. Luego pisé el embrague y las ruedas comenzaron a moverse marcha atrás.