El final de la agonía

Sentado en mi silla, frente a la cama de hospital en donde mi padre agonizaba, pensaba en lo que tenía que decirle antes de que fuera demasiado tarde: Mis palabras no podían sonar a despedida, pero sentía la necesidad de pronunciarlas, aunque sólo fuera una vez. Al tiempo yo quería que me hablase, que me contase aquello que más le preocupaba o que me diera un último consejo. Él, sin embargo, dejaba que sus ojeras se metiesen en su rostro hacia la nuca y que su barba cana aflorase amenazante.
- Papá, dime, ¿te duele?
No estaba para contestar. Apenas podía abrir la boca.
- Venga, papá. Lo vas a superar. Sigue luchando. Lo estás haciendo muy bien.
De pronto me pareció que se movían sus párpados y que su mirada preguntaba alguna cosa. Fue sólo un segundo. Por un momento me sentí perdido... ¿Y ahora? Me incorporé y le miré a los ojos con desconfianza, como si de pronto hubiese brotado en su alma un hombre desconocido:
- ¿Quieres algo? ¿Te traigo agua?
Pero él no dijo nada, de modo que le di un beso y volví a sentarme. Sus ojos se cerraron lentamente.
-Papá, ¿me oyes?
Acerqué mi rostro a su mejilla. Todavía estaba caliente, pero ya no respiraba.
Lo esperaba, pensé, lo habían predicho los médicos y ya lo daba por descontado. Me pareció que con su muerte me hacía sitio y me alegré por él. Así se acababa su sufrimiento... Sin embargo, seguí pensando, ahora ya no podría preguntarle nada, ahora no podría hablar con él... Tal vez le hubiera gustado escuchar que lo quería, que lo quería mucho... Aunque lo sabía, a él le hubiera gustado que mis labios se lo dijeran... Y me sentí tan mal que le hice responsable de todo lo que estaba pasando y que tanto me dolía:
-Papá, no me fastidies... Papá, aguanta un poco más... Papá...