Un país corrupto

En aquel país llegó a tal extremo la corrupción que los ladrones dejaron de robar. Salieron de sus agujeros, colonizaron los partidos que alternaban en palacio y llegaron al poder andando el tiempo. 
El pueblo estaba dividido. Alineados en los dos frentes que la historia y el marxismo habían cavado, las gentes pertenecían al mundo rojo o al azul por obra y gracia de su nacimiento. Cambiar el sentido del voto parecía una traición a la familia. Votar no tenía que ver con la razón y lo justo, y sí con la fe en el partido y con el afán de revancha. El comportamiento político de cada cual brotaba sobre todo de los genes heredados y luego se aseguraba con los cálidos biberones que los niños devoraban. Después, en las casas, se escuchaban las razones de la tele y de la radio, que apañaban las historias al gusto de los que escuchaban, y en las fiestas y actos sociales jamás se cruzaban ideas ni se enfrentaban las razones del contrario. Los domingos y festivos se escuchaban en familia instrucciones como estas: "Vaya pinta, pareces lo que no eres","habla como habla tu padre","busca un chico de tu clase y olvida esos pensamientos","si sigues por ese camino, serás una oveja negra." Los muertos seguían votando desde el fondo de sus tumbas. En los sueños de las gentes, la venganza y la deseada humillación de los contarios hacían bueno a cualquier aliado, aunque éste fuera el mismísimo demonio, de tal modo que añadir a los mafiosos, asesinos y sicarios a las filas del consejo de dirección de los partidos se hizo más fácil que nunca y no tuvo efectos nocivos en las contiendas del voto.
Así fue que una doble moral se añadió a la disciplina de los renovados grupos políticos. Una para justificar a los mangantes de la propia casa y otra para destrozar a los contrarios. Así las leyes dejaron de reflejar acuerdos políticos y de buscar el consenso, y luego, cuando se promulgaban, si el partido en el poder no podía reformarlas, se las neutralizaba con reglamentos o se hacía caso omiso de ellas y de los recursos ciudadanos. Así nuestra democracia perdió su razón de ser y todo se corrompió.
Algunos hombres honrados, al margen de la propaganda, buscaron en la web espacios para discutir las soflamas que lanzaban los periódicos o la múltiple propaganda de los debates televisados, y denunciaron la negra espiral en la que el país se debatía. Lo mismo que Moisés, bajando del Sinaí, intentaron que su pueblo dejase en paz a los ídolos, pero al final fracasaron. El pueblo los confundía con la jarca general de los políticos, porque hablaban o escribían, y porque la tradición picaresca no casaba bien con sus ideas filantrópicas. Su honradez, en aquel contexto, no parecía virtud y sí un defecto, el refugio de los tontos, una pretensión imposible... A pesar de que renunciaron al halago dulzón de los políticos, a pesar de que denunciaron la incoherencia culpable del pueblo, que se las da de inocente, a pesar de que dejaron claro que la única salida consistía en prescindir de los partidos que ocupaban el poder e imponían la mordida, siguieron sin tener eco. El pueblo les dio la espalda. ¿Qué más daba que ministros, diputados, jueces o concejales convivieran con la mierda, si el común de los mortales consentía? ¿Qué más daba si la gente no asumía que el poder para limpiar la corrupción estaba en su libre voto? Se cansaron de escribir. Con todo el dolor del mundo dejaron de combatir y esperaron que la ruina del país se consumase o a que los jueces ganasen una imposible partida frente al tahur de las trampas.
Y así pasaron los años en este cuento sin cuento, que acaba sin desenlace, en colorín colorado, bajo el cielo azul del día.