Parábola del suicida

Hubo una vez un país que creía en que la libertad no tenía límites, pues venía de un cruel régimen fascista y de una historia cuajada de corrupciones políticas que había hecho abominable el ejercicio de la autoridad. En aquella sociedad desorientada no había norma que no pudiera desafiarse ni otra ley que la de la fuerza y la de la unánime queja y el escaqueo nacional. La televisión vulgarizaba los valores democráticos y convertía los conflictos sociales y las tragedias naturales en un espectáculo lejano que exorcizaba los propios padecimientos. Un buen día, sin embargo, la autosatisfacción general se vio turbada por un programa triste y conmovedor en el que se difundían las penas de anónimos protagonistas. Transcurría la segunda mitad de éste, cuando un joven explicó desde un teléfono su deseo de suicidarse, arrojándose desde la más alta torre de la ciudad. Una unidad móvil se desplazó de inmediato para retransmitir el evento. Después llegó una multitud variopinta y curiosa, atenta al espectáculo. 
En el momento en el que el suicida parecía comenzar a deslizarse hacia el abismo, una figura surgió de la oscuridad para detenerle, mientras la gente suspiraba con alivio. El suicida, sin embargo, forcejeó para liberarse y, en el empeño, ambos acabaron por precipitarse violentamente hasta el suelo. 
Al pie de la torre, frente a las cámaras de televisión y en torno a los dos cuerpos inertes, alguien dijo que el joven estaba en su derecho de quitarse la vida, que con ello no hacía mal a nadie. Sin embargo, si había que dejar morir a quien así lo elegía, dijo otro, ¿qué pintaba ahí su oponente? ¿Acaso no era un intruso? Tal vez intentaba convencerle, disuadirle, pensó en voz alta un tercero. Eso está muy bien, añadió un cuarto, pero él no era nadie para impedírselo. Se puede hablar, convencer, pero no actuar en contra de la libertad, dijo después otro hombre. A eso contestó un anciano que, según la ley, el suicidio está prohibido. Pero entonces, un murmullo de desaprobación general se escuchó entre los presentes. Prohibido, prohibido... ¿Qué ley impide a cada cual disponer de su propia vida? Si esa ley existiese habría que cambiarla, dijo un joven con total seguridad, acompañando su voz de un movimiento firme de sus brazos hacia abajo. 
Éste fue el fin del improvisado debate. Mientras las cámaras se introducían en la intimidad de la muerte de los dos anónimos protagonistas, todos se retiraron a sus casas. Los cadáveres quedaron inmóviles a disposición del juez. Parecían dos estatuas a ras del suelo. Una de ellas representaba a esa libertad heroica que arriesga la propia vida por conseguir lo que quiere. La otra representaba al último estertor del fascismo, aquel que prohibía y prohibía sin razón aparente. Abrazados, ambos parecían estar librando una batalla más allá del tiempo. Izquierda y derecha, revolución y reacción continuaban su lucha a través de la postura de sus cuerpos. Sin embargo, en realidad, los dos cadáveres estaban completamente muertos.