Reloj dorado

-Quiero un reloj de oro para caballero- dijo ella en la joyería de la Plaza.
Emilio, el propietario, sonrió levemente. Más que una sonrisa era una mueca de cortesía; estaba tenso y no entendía por qué. Reflexionó un instante: Hacía tan sólo tres minutos que sus cinco sentidos estuvieron concentrados en protegerse de las tejas que caían a la calle, arrancadas por la surada de los tejados inclinados de la villa. Sin embargo ahora, después de haber franqueado la puerta a la mujer, todo lo anterior parecía muy lejano. Ella lo había estado esperando frente al escaparate y le había hablado de un encargo, ajena al terrible viento. Después, ya en la tienda, había rechazado sentarse en la silla y le había pedido aquello, un reloj de oro para caballero.
Meticuloso y distante, Emilio se despojó de la gabardina, la colgó en la percha y la puso en el armario, mientras ella se desabrochaba el chubasquero negro.
-¿Ha visto ya alguno que le guste? -dijo Emilio- ¿le interesa en especial alguna marca?
- No, aún no he visto nada.
Los ojos de la mujer recorrieron las paredes lo mismo que un ave nocturna que buscase a tientas una rama donde posarse. No tenía muchas ganas de explicarse. Emilio desvió su mirada a la busca de la lámina de Rubens con el hambriento Saturno y esperó a que continuase, pero, como ella seguía callada, el comerciante volvió a tomar la palabra:
-Creo que podremos encontrar lo que usted quiere. Por favor, mire esto.
Emilio se situó tras el pequeño mostrador y se inclinó para extraer un estrecho cajón con tres relojes. Eran tres doradas joyas sobre una gamuza suave. Se aclaró la garganta e inició su parlamento:
-El de la izquierda es obra de un viejo artesano. Requiere limpieza y cariño y que se le dé cuerda diariamente. Es un reloj hermoso. Mire esas letras góticas y el arabesco elegante de las manecillas. Representa el saber acumulado, el orgullo del origen y la nostalgia del esfuerzo; es la razón de una vida, la causa de mil sacrificios. Es el ruidoso pasado, resistiéndose al olvido... El de la derecha es muy diferente, es él ultimo grito, la exactitud testada en cien concursos, manecillas que parecen vectores matemáticos en una esfera tan blanca que aparenta estar vacía. La marca que lo fabrica se gasta millones en contar cómo el futuro se encierra en su corazón. Dicen que la ínfima pila que mueve su mecanismo alcanza una autonomía que se cifra en veinte años. Veinte años de silencio, de tiempo medido y domado, de tiempo que al fin se esfuma y sin más desaparece.
-¿Y el del centro?- dijo ella.
-El del centro es una joya. En relidad no es un reloj. Es una imagen del tiempo, un drama sin desenlace. 
Carece de maquinaria. Intenta explicar el presente, e insiste en que es lo real, lo único que en verdad existe. Es pura contradicción, es de un dorado pulido para cargarse de luz. El círculo de su esfera aspira a la eternidad. 
Entonces la mujer se dio cuenta de que era eso lo que quería y de que este era el hombre que buscaba.
-Creo que ya he decidido. Es esto lo que quiero. Haga el favor de envolvérmelo.
-De acuerdo, entonces el último, ¿no?- precisó el joyero.
-Dese prisa,-le interrumpió la mujer, en el momento en que sacaba de su cartera un sobre con billetes, que puso sobre el mostrador- ¿Con esto será suficiente?
Emilio contó el dinero y le devolvió la mitad.
-Gracias, es usted un hombre honrado.
-Y usted una buena cliente.
La mujer tomó el envoltorio y lo palpó con la yema de sus dedos. El dueño de la joyería dijo:

-Disculpe que le pregunte, ya sé que no debería... ¿Puedo saber para quién compró el reloj?
-Lo siento, no puedo satisfacer su curiosidad. Mis regalos resultan siempre inesperados.
Emilio la acompañó hasta la puerta y siguió su estela. Nunca la plaza estuvo más desierta. Nadie se cruzó en su camino. Era una sombra negra al pairo del vendaval. Pasado el ayuntamiento, giró hacia la plaza de la Esperanza y desapareció de su vista.

El joyero se dio la vuelta y anduvo unos pasos para ocupar su lugar de nuevo, detrás del mostrador. Intentó pensar en lo que había sucedido al tiempo que recogía. Sólo entonces se dio cuenta de que el reloj que había vendido seguía allí y de que el viento había amainado totalmente. Un extraño efecto había parado todos los relojes y el silencio se extendía como un virus imparable a su alrededor.