Magnicidio

El enemigo era la vela. Enhiesta sobre la mesa, ella se sabía sola. Por eso desconfiaba de pactos y de alianzas, por eso giraba su rostro como un tornillo sin fin, como una llama de fuego que se pone de puntillas y atisba así al enemigo. La fuerza de su presencia era el calor de su cara, las razones que su luz aclaraba o descubría, las palabras de su boca incandescente. Pero enfrente, escondidos en las hojas de algunos libros de historia, disfrazados tras los marcos de los cuadros polvorientos, esperaban los sicarios de la muerte. La vela temía a las fuerzas que se arrastraban debajo o se tapaban los ojos ante su llama humeante. Sabía que la amenaza venía del fondo oscuro y tenía la certeza de que un día llegaría en que habría que defenderse. Por eso sudaba cera e insistía en controlar los asuntos de la gente con su fogosa mirada. Retorcía su cabeza en un giro helicoidal y se aupaba hacia lo alto para ver en la penumbra la conjura de las sombras o escuchar los cuchicheos y el rumor de la venganza.
Mientras tanto los oscuros se escondían y se armaban de argumentos. Con gestos de odio en sus rostros manifestaban su horror: No es posible ser mejores bajo la luz enemiga, se decían. Acabemos con la luz, murmuraban en la sombra. Eran muchos, de colores desvaídos y hablaban como en susurros. Según ellos, era precisa una guerra. Un ataque, precedido de amenazas, con sucias trincheras de barro y ejércitos incontables. Un ataque o tal vez un largo asedio para que el miedo impidiera que la luz se renovara. Triunfó, sin embargo, la idea de utilizar la sorpresa, porque evitaba mancharse con argumentos sin cuento y porque el efecto buscado se obtendría en menor plazo y sin buscar coaliciones ni compromisos extraños. Lo hicieron en un congreso de fuerzas de la oscuridad y de extremistas salvajes. En él las tinieblas del límite hablaron con los clandestinos, pensaron en la estrategia, solicitaron informes y acabaron designando a un agente ejecutor. El agente designado fue una tormenta de otoño. Este fue el plan diseñado: La tormenta, disfrazada con la niebla y envuelta en turbios secretos, podría avanzar con sigilo y asesinar a traición. La noche la ocultaría y el viento se encargaría de borrar todas sus huellas. Los sicarios de las sombras y los desterrados del cielo saldrían de sus guaridas para llamar la atención y ocultarla en lo posible. No importaba si la vela fallecía asesinada por las balas de un revolver o ahogada por la horca o en el fondo de una ría. Importaba solamente acabar con el destello de su cabeza de luz.
Después de un entrenamiento de hiel y de sufrimiento, la práctica comenzó. De día disimulaba y oculta en el fondo del valle, la tormenta se escondía. El viento la acompañaba, girando como en espiral, reproduciendo en su vientre los argumentos del odio. La noche le daba refugio para avanzar sin ser vista. A veces, al amanecer tapizaba las mañanas con el gris de la tristeza y a veces al atardecer dejaba caer un chubasco y algunos truenos salvajes para aliviar la tensión. Luchando consigo misma, guardando un silencio culpable, lograba acallar apenas su bárbara naturaleza. Sabía que no podía mostrarse en forma de col, sin perder toda su fuerza, como un Sansón afeitado, de modo que todas las tardes tenía que reprimirse, cortar su fuerza vital y buscar el horizonte sin que sus rayos cayesen. Así llegó finalmente hasta el lugar señalado sobre el que estaba la vela. Siguiendo el plan diseñado, escala la plataforma en donde espera la víctima, tranquila en su palmatoria. Acecha tras un jarrón y aguarda el momento oportuno para saltar sobre ella. Tiene a dos pasos el éxito. Hace acopio de valor. Tan próxima está a la llama que podría hasta tocarla si quisiera. Pero hay que tener cuidado. No debe dejarse llevar. Aguanta el impulso loco y deja que se recargue su fuerza imponente de horror. Girando como un ciclón, liberando en un instante rayos, truenos y terror, resopla con todas sus fuerzas y estalla con violencia:
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La vela no reacciona: Ha sido decapitada. Sus latidos de energía se congelan y su sangre transparente se hace sólida. Su cabeza, sin embargo, no aparece y hay quien piensa que la noche la ha raptado o que escapó de milagro hacia un remoto país. Lo evidente, en todo caso, es que la luz se ha apagado y que un diluvio amenaza con inundar de tristeza el mundo en el que reinó.
Ahora ya todo está negro. En el medio de las sombras un cilindro blanquecino y vertical recuerda al color olvidado, y unos hombres, que se juntan en su base, allí mismo se conjuran:
-Debemos buscar el fuego, -cuchichean- habrá que prender la vela.
Conscientes de la amenaza, los esbirros de lo oscuro han encerrado sus restos en una caja sellada y la han escondido en secreto en una mina profunda. La vela descabezada en el fondo de la tierra espera el final de su exilio. Tumbada en su negra prisión, segura de su importancia, no desfallece su ánimo. Aunque recuerda poemas que describen el fulgor de su mirada y el calor apasionado de su boca de dragón, no quiere dejar que el pabilo añore su antigua melena. Se alimenta de futuro, porque sabe que el destino le hará volver a brillar, que a la luz de las luciérnagas despertarán los fosfenos y que ojos que miran sin ver recorrerán los caminos en busca de su claridad. La vela espera callada. Sabe que nuestra ceguera es sólo cuestión de tiempo. Sobre el cilindro de cera, el fuego renacerá.