La ley del silencio

Cuando el viento se detiene y comienza la extraña tregua que el termómetro respeta, la nieve se deja caer. En nuestras casas calientes, detrás de los cuarterones, nuestros ojos escudriñan el lento flotar de los copos. Imaginamos a Calder, pegando algodones fríos al hilo de un rayo de sol o a centenares de hadas moviendo varitas mágicas justo a las puertas del cielo, o asistimos sin querer a la invasión lepidóptera, contemplando los millones de cándidas mariposas que surgen en las alturas y se quedan en el aire con las alas extendidas, o vemos cisnes minúsculos, volando libres sin rumbo en migración infinita hacia la sólida tierra. En realidad somos tontos. Aunque sabemos que es agua, que son filamentos del hielo cayendo sobre la tierra, nos dejamos engañar. Los copos que vemos caer lo hacen con tal suavidad que en vez de espadas de muerte o cruces de cristal cortante nos parecen otras cosas: Metáforas de blandura, belleza pura impoluta, tal vez gurruños de seda, la mano de enjalbegado que da cada año el invierno o el capullo de una flor inmensa como el firmamento que inventa un imperio fugaz. Nos engañamos con ellos. Los copos no son un don que los dioses nos envían, los copos son de silencio. Aunque nacen con un ínfimo chasquido, en torno a núcleos de polvo, en el vientre de las nubes y en lo más alto del cielo, los copos no traen la vida. Los copos son mensajeros de los helados infiernos y llevan la muerte en el alma. El blanco sin compasión esnifa el viento del norte y se calla como un monstruo delincuente la triste historia del mal.
Así va cayendo la noche. El suelo ya se ha acostado y piensa en el cielo oscuro. La vida desaparece. El último ser de la tierra jadea en medio del prado. Comprende que, si no se mueve, no tardará en ser un fósil, porque la nieve y el viento no son enemigo pequeño. Se encuentra como hipnotizado. Muy pronto caerá en la cuenta de que no podrá oponerse al cuchillo de la muerte. Que la fuerza de su impulso es sólo una luz minúscula en medio del firmamento. Que el tiempo, que no para nunca, le arrastra hacia el punto y final sin preguntarle quién es, y empieza a pensar de esta forma.
-Tal vez, llegado el momento, hay que dejarse vencer.
Ya es tarde para reaccionar. Su alma se está congelando e impide que piense en vivir. Renuncia a un combate inútil. Se deja cubrir por la capa de cándidas plumas de frío para buscar un descanso y enseguida se abandona. Su aliento es casi un recuerdo. Se adapta la nieve a su cuerpo y empieza la transformación, la lucha definitiva. Un dolor desgarrador le nace en el fondo del vientre. Parece que un gran bisturí le está quebrando por dentro y sueña que su corazón se hiela en un mausoleo al borde del cementerio. Su cuerpo blando y vital, se troca en inerte roca. Quizá callados trapenses le velen con suave mortaja en una grandiosa abadía, cuando lo encuentren mañana, tumbado bajo la nieve. 
El alba llega inminente del fondo del horizonte. Mientras la noche se estira, los objetos resplandecen. Parece una gran luciérnaga el mundo fosforescente. La torre del campanario y el pino del centro del parque son fantasmas invisibles. Tampoco están los senderos. La ventisca es caprichosa y cambia como en un juego la pendiente de las cuestas. La ceremonia final incluye una máscara tétrica que maquilla nuestras calles con su polvo de alabastro y tiñe de múltiples canas el rojo de los tejados. Carámbanos en los aleros coronan los edificios. No es cierto el vestido de novia ni que la pálida alfombra anuncie sobre los campos la bella marcha nupcial. Lo que se anuncia en el cielo es el negro desvarío que canta la infame parca haciendo quebrarse a las ramas y ulular a todo el bosque. La ruda invasión del hielo prosigue su gélido afán. Hace frío, mucho frío... La nieve, que nos fascina, concluye su plan asesino: Anula el calor de los cuerpos, impide la corrupción y entierra el color de las cosas en honda fosa común. Cuando el sol encuentra el hueco para asomar su cabeza es blanco como la nieve. Ahora ya sólo hay un dios y el mundo se queda inmóvil. Tan fijo que parece muerto, tan blando que no tiene forma, tan blanco como el silencio.