AmO

Ella era una letra mayúscula, femenina, presumida y elegante. Él era un rosco redondo, romo, tosco y más bien simple. Ella estaba sobre la página treinta, al empezar el capítulo que se refiere al amor, y él en la treinta y uno miraba hacia todos los lados. Coincidían justamente, pues estaban situadas en la misma latitud y en la longitud complementaria del principio y el final de las líneas de sus dos páginas. Cuando el libro quedó abierto se vieron en la distancia y supieron que en el sitio en el que estaban ya siempre coincidirían. Él estaba precedido por la "L", que era alta y desgarbada, y seguido de una “S”, que exhibía su silbante y sinuoso trazado por el suelo de la línea. Ella se daba un garbeo con la "H", la letra que había lucido un estrecho miriñaque que le llegaba a los pies, mientra ambas eran niñas, y que era su confidente, pues siempre callaba y callaba, ahora que habían crecido. El caso es que se miraron, estimaron el sentido de su destino ya escrito, y decidieron unirse, sin pensar en conocerse sólo un poco. Las letras se comprometieron y esperaron el contacto. El reencuentro no tardó. Apenas pasado un minuto, entraron en intimidad. Supieron que estaban presas en cárcel de papel couché, pero aceptaron su celda, de modo que en la estantería dejaron pasar el tiempo, mientras el polvo crecía en su alma de tinta negra y las hojas amarilleaban, viviendo en la oscuridad. A veces se preguntaban si estaban allí condenadas y el por qué de todo aquello, más nunca tuvieron respuesta.
Un día de lluvia fina, un joven consultó el libro. Leyó el prólogo, avanzó en la trama y llegó hasta la página treinta. Se vieron por segunda vez. Seguían en el mismo sitio. Se escuchó a la voz leyendo y después cayó una lágrima sobre el vientre de la letra, que sintió latir su pecho y un fuego nuevo en sus venas.
Cuando el lector avanzó y las páginas contiguas volvieron a tocarse, él la buscó en su sitio, pero ya no la encontró. Ignorante del suceso, esperó sin esperanza que su amada apareciera y escarbó como un poseso en el hueco humedecido. En vano fue todo su esfuerzo. Nunca volvió a palpar sus largas y abiertas piernas ni el gracioso cinturón horizontal que las cruzaba, nunca volvió a escuchar ese rumor a mar que impregnaba su presencia ni volvió a sentir el pincho de su pico puntiagudo en su redonda cerviz. 
Decenas de años después, el papel amarillento se comió el color oscuro del orondo y negro rosco y cientos de años más tarde una tribu de xilófagos borró el paisaje sin tinta en el que estuvieron las letras, antes del fin del fin.