Tus lágrimas

Brotaban de un pozo oscuro.
Rebosaban en tus ojos, 
inundados de tristeza.
Bajaban por tus mejillas, 
como arroyos indecisos
y flotaban un instante,
transparentes en el aire,
antes de despeñarse.
Dejaban huella en tu pecho,
labraban cursos de perla.
Destilaban sin cesar
la inmensa amargura del mar
y la insensata esperanza
de ser feliz algún día.
Eran de fábrica mía,
de mis obras y mis faltas 
de mis presencias y ausencias,
de lo que soy y no soy. 
Como un sangriento puñal
entraban en mis entrañas,
se hundían en negras simas,
de cárcavas rellenaban
mi alma de instinto animal.
Tus lágrimas, querida amiga,
tus lágrimas me hicieron mal.
Tus lágrimas contenidas,
tus lágrimas de cristal.
              ...              
                    

La ley del silencio

Cuando el viento se detiene y comienza la extraña tregua que el termómetro respeta, la nieve se deja caer. En nuestras casas calientes, detrás de los cuarterones, nuestros ojos escudriñan el lento flotar de los copos. Imaginamos a Calder, pegando algodones fríos al hilo de un rayo de sol o a centenares de hadas moviendo varitas mágicas justo a las puertas del cielo, o asistimos sin querer a la invasión lepidóptera, contemplando los millones de cándidas mariposas que surgen en las alturas y se quedan en el aire con las alas extendidas, o vemos cisnes minúsculos, volando libres sin rumbo en migración infinita hacia la sólida tierra. En realidad somos tontos. Aunque sabemos que es agua, que son filamentos del hielo cayendo sobre la tierra, nos dejamos engañar. Los copos que vemos caer lo hacen con tal suavidad que en vez de espadas de muerte o cruces de cristal cortante nos parecen otras cosas: Metáforas de blandura, belleza pura impoluta, tal vez gurruños de seda, la mano de enjalbegado que da cada año el invierno o el capullo de una flor inmensa como el firmamento que inventa un imperio fugaz. Nos engañamos con ellos. Los copos no son un don que los dioses nos envían, los copos son de silencio. Aunque nacen con un ínfimo chasquido, en torno a núcleos de polvo, en el vientre de las nubes y en lo más alto del cielo, los copos no traen la vida. Los copos son mensajeros de los helados infiernos y llevan la muerte en el alma. El blanco sin compasión esnifa el viento del norte y se calla como un monstruo delincuente la triste historia del mal.
Así va cayendo la noche. El suelo ya se ha acostado y piensa en el cielo oscuro. La vida desaparece. El último ser de la tierra jadea en medio del prado. Comprende que, si no se mueve, no tardará en ser un fósil, porque la nieve y el viento no son enemigo pequeño. Se encuentra como hipnotizado. Muy pronto caerá en la cuenta de que no podrá oponerse al cuchillo de la muerte. Que la fuerza de su impulso es sólo una luz minúscula en medio del firmamento. Que el tiempo, que no para nunca, le arrastra hacia el punto y final sin preguntarle quién es, y empieza a pensar de esta forma.
-Tal vez, llegado el momento, hay que dejarse vencer.
Ya es tarde para reaccionar. Su alma se está congelando e impide que piense en vivir. Renuncia a un combate inútil. Se deja cubrir por la capa de cándidas plumas de frío para buscar un descanso y enseguida se abandona. Su aliento es casi un recuerdo. Se adapta la nieve a su cuerpo y empieza la transformación, la lucha definitiva. Un dolor desgarrador le nace en el fondo del vientre. Parece que un gran bisturí le está quebrando por dentro y sueña que su corazón se hiela en un mausoleo al borde del cementerio. Su cuerpo blando y vital, se troca en inerte roca. Quizá callados trapenses le velen con suave mortaja en una grandiosa abadía, cuando lo encuentren mañana, tumbado bajo la nieve. 
El alba llega inminente del fondo del horizonte. Mientras la noche se estira, los objetos resplandecen. Parece una gran luciérnaga el mundo fosforescente. La torre del campanario y el pino del centro del parque son fantasmas invisibles. Tampoco están los senderos. La ventisca es caprichosa y cambia como en un juego la pendiente de las cuestas. La ceremonia final incluye una máscara tétrica que maquilla nuestras calles con su polvo de alabastro y tiñe de múltiples canas el rojo de los tejados. Carámbanos en los aleros coronan los edificios. No es cierto el vestido de novia ni que la pálida alfombra anuncie sobre los campos la bella marcha nupcial. Lo que se anuncia en el cielo es el negro desvarío que canta la infame parca haciendo quebrarse a las ramas y ulular a todo el bosque. La ruda invasión del hielo prosigue su gélido afán. Hace frío, mucho frío... La nieve, que nos fascina, concluye su plan asesino: Anula el calor de los cuerpos, impide la corrupción y entierra el color de las cosas en honda fosa común. Cuando el sol encuentra el hueco para asomar su cabeza es blanco como la nieve. Ahora ya sólo hay un dios y el mundo se queda inmóvil. Tan fijo que parece muerto, tan blando que no tiene forma, tan blanco como el silencio.

Magnicidio

El enemigo era la vela. Enhiesta sobre la mesa, ella se sabía sola. Por eso desconfiaba de pactos y de alianzas, por eso giraba su rostro como un tornillo sin fin, como una llama de fuego que se pone de puntillas y atisba así al enemigo. La fuerza de su presencia era el calor de su cara, las razones que su luz aclaraba o descubría, las palabras de su boca incandescente. Pero enfrente, escondidos en las hojas de algunos libros de historia, disfrazados tras los marcos de los cuadros polvorientos, esperaban los sicarios de la muerte. La vela temía a las fuerzas que se arrastraban debajo o se tapaban los ojos ante su llama humeante. Sabía que la amenaza venía del fondo oscuro y tenía la certeza de que un día llegaría en que habría que defenderse. Por eso sudaba cera e insistía en controlar los asuntos de la gente con su fogosa mirada. Retorcía su cabeza en un giro helicoidal y se aupaba hacia lo alto para ver en la penumbra la conjura de las sombras o escuchar los cuchicheos y el rumor de la venganza.
Mientras tanto los oscuros se escondían y se armaban de argumentos. Con gestos de odio en sus rostros manifestaban su horror: No es posible ser mejores bajo la luz enemiga, se decían. Acabemos con la luz, murmuraban en la sombra. Eran muchos, de colores desvaídos y hablaban como en susurros. Según ellos, era precisa una guerra. Un ataque, precedido de amenazas, con sucias trincheras de barro y ejércitos incontables. Un ataque o tal vez un largo asedio para que el miedo impidiera que la luz se renovara. Triunfó, sin embargo, la idea de utilizar la sorpresa, porque evitaba mancharse con argumentos sin cuento y porque el efecto buscado se obtendría en menor plazo y sin buscar coaliciones ni compromisos extraños. Lo hicieron en un congreso de fuerzas de la oscuridad y de extremistas salvajes. En él las tinieblas del límite hablaron con los clandestinos, pensaron en la estrategia, solicitaron informes y acabaron designando a un agente ejecutor. El agente designado fue una tormenta de otoño. Este fue el plan diseñado: La tormenta, disfrazada con la niebla y envuelta en turbios secretos, podría avanzar con sigilo y asesinar a traición. La noche la ocultaría y el viento se encargaría de borrar todas sus huellas. Los sicarios de las sombras y los desterrados del cielo saldrían de sus guaridas para llamar la atención y ocultarla en lo posible. No importaba si la vela fallecía asesinada por las balas de un revolver o ahogada por la horca o en el fondo de una ría. Importaba solamente acabar con el destello de su cabeza de luz.
Después de un entrenamiento de hiel y de sufrimiento, la práctica comenzó. De día disimulaba y oculta en el fondo del valle, la tormenta se escondía. El viento la acompañaba, girando como en espiral, reproduciendo en su vientre los argumentos del odio. La noche le daba refugio para avanzar sin ser vista. A veces, al amanecer tapizaba las mañanas con el gris de la tristeza y a veces al atardecer dejaba caer un chubasco y algunos truenos salvajes para aliviar la tensión. Luchando consigo misma, guardando un silencio culpable, lograba acallar apenas su bárbara naturaleza. Sabía que no podía mostrarse en forma de col, sin perder toda su fuerza, como un Sansón afeitado, de modo que todas las tardes tenía que reprimirse, cortar su fuerza vital y buscar el horizonte sin que sus rayos cayesen. Así llegó finalmente hasta el lugar señalado sobre el que estaba la vela. Siguiendo el plan diseñado, escala la plataforma en donde espera la víctima, tranquila en su palmatoria. Acecha tras un jarrón y aguarda el momento oportuno para saltar sobre ella. Tiene a dos pasos el éxito. Hace acopio de valor. Tan próxima está a la llama que podría hasta tocarla si quisiera. Pero hay que tener cuidado. No debe dejarse llevar. Aguanta el impulso loco y deja que se recargue su fuerza imponente de horror. Girando como un ciclón, liberando en un instante rayos, truenos y terror, resopla con todas sus fuerzas y estalla con violencia:
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
La vela no reacciona: Ha sido decapitada. Sus latidos de energía se congelan y su sangre transparente se hace sólida. Su cabeza, sin embargo, no aparece y hay quien piensa que la noche la ha raptado o que escapó de milagro hacia un remoto país. Lo evidente, en todo caso, es que la luz se ha apagado y que un diluvio amenaza con inundar de tristeza el mundo en el que reinó.
Ahora ya todo está negro. En el medio de las sombras un cilindro blanquecino y vertical recuerda al color olvidado, y unos hombres, que se juntan en su base, allí mismo se conjuran:
-Debemos buscar el fuego, -cuchichean- habrá que prender la vela.
Conscientes de la amenaza, los esbirros de lo oscuro han encerrado sus restos en una caja sellada y la han escondido en secreto en una mina profunda. La vela descabezada en el fondo de la tierra espera el final de su exilio. Tumbada en su negra prisión, segura de su importancia, no desfallece su ánimo. Aunque recuerda poemas que describen el fulgor de su mirada y el calor apasionado de su boca de dragón, no quiere dejar que el pabilo añore su antigua melena. Se alimenta de futuro, porque sabe que el destino le hará volver a brillar, que a la luz de las luciérnagas despertarán los fosfenos y que ojos que miran sin ver recorrerán los caminos en busca de su claridad. La vela espera callada. Sabe que nuestra ceguera es sólo cuestión de tiempo. Sobre el cilindro de cera, el fuego renacerá.

AmO

Ella era una letra mayúscula, femenina, presumida y elegante. Él era un rosco redondo, romo, tosco y más bien simple. Ella estaba sobre la página treinta, al empezar el capítulo que se refiere al amor, y él en la treinta y uno miraba hacia todos los lados. Coincidían justamente, pues estaban situadas en la misma latitud y en la longitud complementaria del principio y el final de las líneas de sus dos páginas. Cuando el libro quedó abierto se vieron en la distancia y supieron que en el sitio en el que estaban ya siempre coincidirían. Él estaba precedido por la "L", que era alta y desgarbada, y seguido de una “S”, que exhibía su silbante y sinuoso trazado por el suelo de la línea. Ella se daba un garbeo con la "H", la letra que había lucido un estrecho miriñaque que le llegaba a los pies, mientra ambas eran niñas, y que era su confidente, pues siempre callaba y callaba, ahora que habían crecido. El caso es que se miraron, estimaron el sentido de su destino ya escrito, y decidieron unirse, sin pensar en conocerse sólo un poco. Las letras se comprometieron y esperaron el contacto. El reencuentro no tardó. Apenas pasado un minuto, entraron en intimidad. Supieron que estaban presas en cárcel de papel couché, pero aceptaron su celda, de modo que en la estantería dejaron pasar el tiempo, mientras el polvo crecía en su alma de tinta negra y las hojas amarilleaban, viviendo en la oscuridad. A veces se preguntaban si estaban allí condenadas y el por qué de todo aquello, más nunca tuvieron respuesta.
Un día de lluvia fina, un joven consultó el libro. Leyó el prólogo, avanzó en la trama y llegó hasta la página treinta. Se vieron por segunda vez. Seguían en el mismo sitio. Se escuchó a la voz leyendo y después cayó una lágrima sobre el vientre de la letra, que sintió latir su pecho y un fuego nuevo en sus venas.
Cuando el lector avanzó y las páginas contiguas volvieron a tocarse, él la buscó en su sitio, pero ya no la encontró. Ignorante del suceso, esperó sin esperanza que su amada apareciera y escarbó como un poseso en el hueco humedecido. En vano fue todo su esfuerzo. Nunca volvió a palpar sus largas y abiertas piernas ni el gracioso cinturón horizontal que las cruzaba, nunca volvió a escuchar ese rumor a mar que impregnaba su presencia ni volvió a sentir el pincho de su pico puntiagudo en su redonda cerviz. 
Decenas de años después, el papel amarillento se comió el color oscuro del orondo y negro rosco y cientos de años más tarde una tribu de xilófagos borró el paisaje sin tinta en el que estuvieron las letras, antes del fin del fin. 

Yo no soy Fernández Mallo

Mi amigo: Javier Menéndez,
un yeista enmascarado,
desmaya mi nombre florido
y en malla enreda a mi mes.

-Ya ni yo sé ya mi nombre-
le digo airado en la web,
-yo soy yoista inspirado.
Mayo la gente me llama,
azares tiene el Rodríguez,
seguido del mes citado...
Y añado, para más señas
-yo soy de origen ye-ye-

Se ríe el mal leonés
y así me deja tirado,
en medio de
Santander.

Reloj dorado

-Quiero un reloj de oro para caballero- dijo ella en la joyería de la Plaza.
Emilio, el propietario, sonrió levemente. Más que una sonrisa era una mueca de cortesía; estaba tenso y no entendía por qué. Reflexionó un instante: Hacía tan sólo tres minutos que sus cinco sentidos estuvieron concentrados en protegerse de las tejas que caían a la calle, arrancadas por la surada de los tejados inclinados de la villa. Sin embargo ahora, después de haber franqueado la puerta a la mujer, todo lo anterior parecía muy lejano. Ella lo había estado esperando frente al escaparate y le había hablado de un encargo, ajena al terrible viento. Después, ya en la tienda, había rechazado sentarse en la silla y le había pedido aquello, un reloj de oro para caballero.
Meticuloso y distante, Emilio se despojó de la gabardina, la colgó en la percha y la puso en el armario, mientras ella se desabrochaba el chubasquero negro.
-¿Ha visto ya alguno que le guste? -dijo Emilio- ¿le interesa en especial alguna marca?
- No, aún no he visto nada.
Los ojos de la mujer recorrieron las paredes lo mismo que un ave nocturna que buscase a tientas una rama donde posarse. No tenía muchas ganas de explicarse. Emilio desvió su mirada a la busca de la lámina de Rubens con el hambriento Saturno y esperó a que continuase, pero, como ella seguía callada, el comerciante volvió a tomar la palabra:
-Creo que podremos encontrar lo que usted quiere. Por favor, mire esto.
Emilio se situó tras el pequeño mostrador y se inclinó para extraer un estrecho cajón con tres relojes. Eran tres doradas joyas sobre una gamuza suave. Se aclaró la garganta e inició su parlamento:
-El de la izquierda es obra de un viejo artesano. Requiere limpieza y cariño y que se le dé cuerda diariamente. Es un reloj hermoso. Mire esas letras góticas y el arabesco elegante de las manecillas. Representa el saber acumulado, el orgullo del origen y la nostalgia del esfuerzo; es la razón de una vida, la causa de mil sacrificios. Es el ruidoso pasado, resistiéndose al olvido... El de la derecha es muy diferente, es él ultimo grito, la exactitud testada en cien concursos, manecillas que parecen vectores matemáticos en una esfera tan blanca que aparenta estar vacía. La marca que lo fabrica se gasta millones en contar cómo el futuro se encierra en su corazón. Dicen que la ínfima pila que mueve su mecanismo alcanza una autonomía que se cifra en veinte años. Veinte años de silencio, de tiempo medido y domado, de tiempo que al fin se esfuma y sin más desaparece.
-¿Y el del centro?- dijo ella.
-El del centro es una joya. En relidad no es un reloj. Es una imagen del tiempo, un drama sin desenlace. 
Carece de maquinaria. Intenta explicar el presente, e insiste en que es lo real, lo único que en verdad existe. Es pura contradicción, es de un dorado pulido para cargarse de luz. El círculo de su esfera aspira a la eternidad. 
Entonces la mujer se dio cuenta de que era eso lo que quería y de que este era el hombre que buscaba.
-Creo que ya he decidido. Es esto lo que quiero. Haga el favor de envolvérmelo.
-De acuerdo, entonces el último, ¿no?- precisó el joyero.
-Dese prisa,-le interrumpió la mujer, en el momento en que sacaba de su cartera un sobre con billetes, que puso sobre el mostrador- ¿Con esto será suficiente?
Emilio contó el dinero y le devolvió la mitad.
-Gracias, es usted un hombre honrado.
-Y usted una buena cliente.
La mujer tomó el envoltorio y lo palpó con la yema de sus dedos. El dueño de la joyería dijo:

-Disculpe que le pregunte, ya sé que no debería... ¿Puedo saber para quién compró el reloj?
-Lo siento, no puedo satisfacer su curiosidad. Mis regalos resultan siempre inesperados.
Emilio la acompañó hasta la puerta y siguió su estela. Nunca la plaza estuvo más desierta. Nadie se cruzó en su camino. Era una sombra negra al pairo del vendaval. Pasado el ayuntamiento, giró hacia la plaza de la Esperanza y desapareció de su vista.

El joyero se dio la vuelta y anduvo unos pasos para ocupar su lugar de nuevo, detrás del mostrador. Intentó pensar en lo que había sucedido al tiempo que recogía. Sólo entonces se dio cuenta de que el reloj que había vendido seguía allí y de que el viento había amainado totalmente. Un extraño efecto había parado todos los relojes y el silencio se extendía como un virus imparable a su alrededor.   

cIIbi2

          Sucede en la                               Zona cero:          
        Hay dos unos                            frente a frente,  
        que se miran                                a los OjOs.    
        El uno propone                              ir de cena,      
    y el otro se quema                           de amor      
           y se suma                              a lo anterior.  
        Luego sienten                               un ardor,        
           esa llama                               que les llama     
           a sentirse                                  en amor a dos,    
      ahora que son                                un gran ll.     
         Juntándose                              el uno al otro,   
         acurrucados                                   con C           
             ll, bi, dos                               gritan ambos,   
    y, acostumbrados                            al dos,           
          no se enteran                               todavía          
             de que empiezan                           a ser tres.             

Sé Bastián

El primer capítulo de lo que voy a contar sucedió hace casi treinta años. Por entonces Michael Ende acababa de publicar en España su "Historia interminable" y la edición de Alfaguara ocupaba el escaparate de todas las librerías. Aquel día yo había entrado en "Sabes", un negocio entonces nuevo, muy pequeño, cuyo nombre, además de la segunda persona del singular del presente de indicativo del verbo saber, era la forma que el espejo reflejaba al ser nombrado entre los suyos Sebastián, su propietario. 
- Sabes es un palíndromo, me dijo. Me encantan los juegos de palabras.
Él era ya un hombre maduro que fumaba en pipa y que hablaba sin parar de sus lecturas, de modo que no desperdició la ocasión de informarme de la cualidad metaliteraria de la novela de Ende y de la comunicación entre los diversos niveles de la narración: Una especie de juego de matrioskas, dijo, algo que se parecía a lo de aquel cuento de Borges en el que alguien era capaz de soñar la realidad. Tantas cosas me contó y tanto me valoró la obra que me sentí obligado a comprarla. Sin embargo, al ir a pagar con un billete verde de los de antes, le comenté con evidente ironía:
- Tenga usted mucho cuidado. Esta obra puede llegar a arruinarle.
-¿Por qué?- me preguntó, disponiendo una cándida sonrisa en su rostro de doctor.
- A ver, si la historia es tan buena como usted dice y es realmente interminable, ya no se venderán más libros, porque todos los lectores acabaremos atrapados en ella, sin saber cómo salir.
Sebastián, el librero, sonrió, me señaló en la tapa el nombre del autor y dijo:
- ¿El título? No se lo crea. El título es una metáfora... ¿Cómo se llama el autor?
- Michael Ende.
- ¿Y eso, en cristiano, qué es?
- Miguel... ¿Fin?
- Pues ahí está la salida. El nombre de Michael Ende es el final de la obra.
Recuerdo que leí la novela en dos ocasiones sucesivas y en contextos muy diferentes. La primera vez lo hice casi de un tirón, en la soledad de unas remotas vacaciones veraniegas en la playa. La verdad es que me encantó. La segunda, cinco años más tarde, se alargó más de dos meses, sumando pequeños periodos de aproximadamente diez minutos y sentado al borde de la cama de mi hija. Ella, con nueve años, escuchaba fascinada hasta que apagaba la luz, mientras el pequeño Miguel resistía los embates del sueño, cubierto por una manta de lana, pero imponiendo cada noche su presencia en la fiesta de la lectura.
Entretanto tuve tiempo de visitar como cliente a Sebastián y de escuchar sus sabios consejos. Su figura y su actitud me llevaron a asociarle con el señor Koreander, el librero de la “Historia interminable”, y a sentir una especial admiración hacia su persona. Él hablaba de los contenidos literarios y hacía juegos de palabras con los nombres y los títulos sin dejar que su vida se mezclase, y yo, tan consciente como él de la incorruptibilidad de su mundo y de la fragilidad de nuestra relación, actuaba en consecuencia. Me acomodaba al otro lado del mostrador y dejaba que sus palabras dibujasen los perfiles de los libros y tejiesen una red de relaciones que iluminaba su contenido. Si para mí sus consejos eran como un faro en la noche que indica el camino al navegante desorientado, para él mi agradecimiento era maná en el desierto, una droga necesaria entre tanta incomprensión. 
En 1995, justo el día en que murió Michael Ende, falleció también mi amigo. Fue algo totalmente inesperado. Recuerdo que fui al tanatorio y que no me atreví a acercarme a su mujer, pues para ella yo era un desconocido, así que preferí dejar este mensaje en el libro de pésames:
-”Él me abrió la puerta a muchas historias que ahora me resultan imprescindibles y por eso no puedo dejar de imaginarlo junto a ellas, en los márgenes de tantos libros y reinventando el mundo cada día. Lo siento, lo echaré mucho de menos”.
Desde entonces, para mi, la Historia Interminable es una asignatura pendiente. Lo tengo a la vista, sobre la estantería. Su lomo va perdiendo brillo, sus páginas se tornan amarillas, pero hay algo que me llama en su interior. Lo siento dentro del pecho. Ayer caí en la cuenta de que Don Quijote murió sabiendo que Cervantes lo había escrito y cada día me resulta más urgente averiguar si la salida de la Historia Interminable era el escueto apellido del autor o si el librero me engañó. Tal vez él obró a sabiendas de que yo quedaría atrapado en aquel extraño nivel de narración en el que habíamos coincidido, un nivel en el que nada impediría que escuchase sus atinados juicios, un nivel de letras negras, que a veces se tornan rojas, en el que su nombre quedaría transformado levemente por un fácil calambur, que en la forma de un mandato imperativo nos impulsa a convertirnos en protagonistas de la historia que leemos (Sé Bastián). Un nivel con forma de paralelepípedo que es a la vez cárcel y refugio, infinito y tangible, definitivo y variable... En ese nivel escrito que fosiliza el tiempo, ambos seguiremos coincidiendo, aunque él ya no esté aquí.