De día béticos


               No se asocia la dulzura             
               de las chicas de Sevilla             
              con la altura de la tasa           
                           del azúcar                          
                 en los chicos de la villa.                
               Según Ruiz de Lopera,           
                  el sabor del mazapán,              
                o el brillo del tocinillo           
                   no son la causa del mal.            
              Los  gritos del Sánchez Pijoan    
                   la rodilla de Gordillo,            
                 las rencillas que alimenta       
                   del Nido desde su silla          
                  contribuyen mucho más         
                 al mal de la vieja ciudad.         
               Con todo lo más preocupante    
                  del complejo malestar            
                    es que de noche, también,             
                    se extiende la enfermedad.          

Sobradamente preparados

Aznar dijo que nuestros jóvenes estaban sobradamente preparados. Zapatero consiguió que estuvieran sobradamente pre-parados. Con la ley educativa de Rajoy, ¿los jóvenes re-parados serán por fin reparados o los jóvenes reparados seguirán estando parados?

Ocaso

Me llamas para que mire
el escondite del sol.
Te miro fijo a los ojos.
Se acuesta el círculo rojo 
tras los visillos brillantes
y luego se tiñe el azul
del negro de la oscuridad.

-Que me he deslumbrado
un poco-
te digo con media sonrisa,
ahora que el sol se ha metido
en lo profundo del mar.

Y luego vuelvo a mirarte
y sigo estando contigo
mirando tras el cristal. 

La frase de Alfonso Guerra

Fue un prodigio inesperado.
El círculo se hizo cuadrado.
El día en que Alfonso inventó 
su célebre daGuerrotipo
transformó en un grupo unido
al viejo partido partido.
Desde entonces no hay debate:
Se combate al que se mueve
delante del objetivo.

Metamorfosis

Para dejar de ser sapo
llevo un lustro dando lustre
a esta ristra larga y triste
de voces 
de corte lacustre.
Un lustro son cinco años. He gastado veinte paños,
y espero acabar muy pronto, sin ánimo de hacerme el listo.
Trabajo con mucho ahínco y escaso conocimiento.
De la princesa del cuento, espero que me de el beso
que me transforme en un príncipe, si rozo de cerca el éxito.
Ojalá que tenga suerte y       que dé frutos mi intento,
pero sigo siendo un sapo                      y no sé por cuanto tiempo.

¡Oh capital! Mi capital

¡Oh 
capital! 
Mi capital...
 Se esfu
   en la calle 
 Wall.
 ...
Llamas de rojo
inclinaron
 hacia abajo
el tobogán...
Fue una pena, 
        capital...     )
¡Oh capital! Mi capital.

La Fenice

Dos semanas después del incendio de la Fenice viajé hasta Venecia. Me acerqué a ver sus ruinas. ¡Qué desastre! En la plaza, frente a su fachada, se levantaba una carpa con un cartel improvisado: "Per lo rinascimiento de la Fenice". Mientras tanto un muchacho gritaba el reclamo: "Vengan a ver el espectáculo, vengan a ver al Gran Ovidio, el mejor mago del mundo". Una mujer obesa me cobró la entrada y descorrió la cortina. Al fondo, se alzaba un estrecho entarimado con una mesa. Delante, veinticinco sillones de plástico, alineados en cinco filas, absorbían la luz tibia de un farol. Apenas una docena de espectadores aguardaban en silencio. No hizo falta esperar mucho. Se encendió el foco y apareció el mago. Se descubrió, hizo una reverencia y depositó sobre la mesa su chistera. Miró hacia arriba y concentró nuestra atención sobre sus manos, que sacaron del sombrero una paloma. La mujer obesa se acercó, la guardó en una caja y se retiró con ella a un segundo plano. Hubo algunos aplausos. De un pequeño cajón que había en el suelo, sacó un quemador de gas, instalado sobre una bombona azul. Con una cerilla que había extraído del bolsillo de su chaqueta lo encendió. Después levantó la vista hacia la mujer, que ya volvía, recogió a la avecilla blanca de su caja y con un movimiento rápido e inesperado la puso justo sobre el fuego. El público se revolvió en sus asientos: ¿Acaso pretendía quemar a la pequeña paloma? El pájaro extendió sus alas e intentó escapar volando, mientras se escuchaban las primeras quejas: ¿Che cosa fa? ¿Se ha vuelto loco? Sin embargo, aún no había llegado al techo el animal, cuando su cuerpo estalló. Las plumas se expandieron en cascada. Como blancas mariposas planearon en el aire y aterrizaron sin prisa en el pañuelo que “El Gran Ovidio” acababa de sacar de su bolsillo. Seguidamente, lo guardó todo en su sombrero y pidió la atención del público: "Fénix columba siriorum est", repitió en cuatro ocasiones, ante el recobrado silencio de su ahora mudo auditorio. El mago cerró los ojos y esperó el efecto de su conjuro. Pasaron diez largos segundos. Finalmente, zureando como si nada hubiera sucedido, reapareció la paloma en el hueco de la chistera. “El Gran Ovidio” la mostró sonriente y un rumor de aprobación emergió del auditorio: “La Fenice, é la Fenice...”

Palabras en la noche

Desde que mi padre comenzó a manifestar los primeros síntomas de la vejez, sus noches son una conversación continua. En sus sueños habla y habla sin cesar con amigos y conocidos que me resultan vagamente familiares. Al principio pensé que aquello no era más que una inútil fantasía, hasta que le oí hablar con mis abuelos, respondiendo a sus reproches como un adolescente o rezongando tras una regañina. Desde entonces su salud ha empeorado. Esta noche le he oído llorar y he temido que su amargura pudiera ser definitiva. Me he levantado de mi cama y he salido al pasillo. He encendido la luz y, a través de la puerta entreabierta de su habitación, le he mirado con ternura. Luego he ido andando a la cocina y he abierto el frigorífico. He elegido un yogur ya caducado y me ha sorprendido su frío, la propiedad que garantiza su esperada duración, la cadena a la que ha estado sometido. Cuando volvía a mi cama, he escuchado unos ronquidos apagados que querían insertarse en la triste melodía del reloj de carillón y he intuido que por fin dormía tranquilo. Después, me he acostado. Han pasado unos minutos en los que mis párpados se han ido cerrando como persianas de plomo, hasta que un sonido mecánico los ha entreabierto nuevamente. En el cuarto de estar, el viejo vídeo rebobinaba con esfuerzo una cinta ya grabada.

Ahora

Escribo: “Ahora” y espero...
Luego leo: "Ahora" y no entiendo que siga diciendo lo mismo, a pesar de que hace ya un rato que lo hice. 
Después de eso, me siento capaz de escribir cualquier cosa.

El concepto del tiempo

El tiempo es un látigo transparente. Una fusta incesante, múltiple y ubicua. Las arrugas son surcos horizontales que hace un Cronos campesino en la labor de las frentes. Todo lo que es real está sometido a su fuerza que nos cambia y nos destruye. A pesar de que sabemos medirlo, a pesar de que nos hace daño, se diría que olvidamos su trabajo. Él es algo invisible e incansable, es una confabulación inconsciente que nos rompe y envejece. El tiempo sólo tiene un sentido: El de la muerte. Por eso hacemos como que no nos damos cuenta. Lo convertimos en miembro del grupo de nuestros enemigos y lo combatimos con cremas, afeites y costosas operaciones. Sin embargo el tiempo es invencible. No hay comportamiento más patético que el de los inadaptados que no saben reconocer su dominio... Masoquista del tiempo, sólo espero que en mi saco queden muchos latigazos. Prometo no rechistar, aunque me duela su paso. A pesar de las heridas, entiendo que es necesario que el cambio y el movimiento construyan la realidad y cubran el mundo antiguo con polvo de estratos viejos. Espero al fin reposar, sin flagelarme en exceso.

Tic, tac

Nadie oía, monótono, el ritmo
de sus cuerdas de alambre oxidado,
no entendían el código oculto
del sonido mecánico y sordo,
que bosteza en el muro del fondo,
el que gira en la esfera redonda
como un trillo en verano en la era
que retorna al eterno principio
o comienza de nuevo al final.
                                             
                                             
    Su sonido sin eco, instantáneo,
      organiza la marcha del día   
   repitiendo el medido runrún   
que armoniza el camino del tiempo. 
 Entre el ruido pasado del tic
  y el gemelo futuro del tac   
¿cómo suena el presente frontera?
¿Es silencio infinito y eterno
o un chirrido que no tiene fin?
                                                              
                                                                          

Varia acciones cartesianas

Anuncio Pop: PienS.O.S.: "Luego Existo"
Slogan popular: Pien S.O.E. Sixto luego.
Irreflexivo: Pienso luego. Es Sixto.
Dijo Sartre: Pienso luego. Existo.
Dijo San Pedro (J.L.): Siento, luego existo.
En una partida de naipes: No te descartes, el pienso luego, ¿Eh? Sixto...
Principio cartesiano para políticos corruptos: Cogí to, luego existo.
Que se fastidie Lou: Cojito Lou, ego existo.

Sí está

Ella nota
que su aliento está detrás
y que se acerca a su rostro.
Él le toca
en el envés de su mano,
y ella piensa 
que el deseo se convierte
en realidad.

Ella espera
el brillo de sus palabras,
mientras el polvo dibuja
anillos de luz en la escala
de un rayo de sol vespertino

Él consiente en penetrar
del lado de su mirada. 
y ella cambia 
el signo de sus labios rojos
por su sonrisa de verde,
y ordena a sus párpados mudos
que dejen de ser cortinas.

De pronto
el telón se levanta:
Se esfuma el beso de amor, 
el vago rumor de la fiesta,
y vuelve la vida vulgar...

¿Quién destruyó la ilusión?
-pensó la bella durmiente-
Hubiera sido mejor
seguir soñando en la siesta.

Mamá

El día del apagón, el mundo se quedó parado de repente. La pantalla de la Play, las farolas de la calle y las luces de mi cuarto se apagaron:"Mamá, ¿dónde estás?". Ella no contestó. Me puse de pie, salí al pasillo y a tientas lo recorrí."Mamá, ¿me escuchas?". No hubo respuesta. Giré el picaporte de la cocina. En el blanco santuario de azulejos, su cuerpo yacía tumbado:"Mamá" -le grité- "despierta" Y entonces volvió la luz y todo se puso en marcha.

¡Zas!

De repente, ¡zas!
Llega el tiempo 
con su látigo de púas puntiagudas
y nos lleva hacia delante. 

Nos golpea sin piedad
mañana y tarde
e incapaces de pararlo en sus ataques,
empezamos a temerlo
como a un mal inevitable.

Respetamos el dolor
que nos produce
con su fuerza desatada
y permitimos los surcos
que él trabaja diariamente 
con su azada 
en nuestra frente cansada.

Y soportamos sus trucos 
y bendecimos la sangre 
de sus heridas latentes 
y disculpamos sus vicios 
y su talante asesino 
y le rogamos que siga
engendrando y devorando 
nuevos hijos. 

Porque al final, sin aviso, 
acaba su tiranía, 
la suerte definitiva 
se escribe sobre el tablero, 
se oculta el sol en el cielo, 
se para el rumor del viento 
y todo desaparece, 
de repente
y en silencio.

Tus lágrimas

Brotaban de un pozo oscuro.
Rebosaban en tus ojos, 
inundados de tristeza.
Bajaban por tus mejillas, 
como arroyos indecisos
y flotaban un instante,
transparentes en el aire,
antes de despeñarse.
Dejaban huella en tu pecho,
labraban cursos de perla.
Destilaban sin cesar
la inmensa amargura del mar
y la insensata esperanza
de ser feliz algún día.
Eran de fábrica mía,
de mis obras y mis faltas 
de mis presencias y ausencias,
de lo que soy y no soy. 
Como un sangriento puñal
entraban en mis entrañas,
se hundían en negras simas,
de cárcavas rellenaban
mi alma de instinto animal.
Tus lágrimas, querida amiga,
tus lágrimas me hicieron mal.
Tus lágrimas contenidas,
tus lágrimas de cristal.
              ...              
                    

La ley del silencio

Cuando el viento se detiene y comienza la extraña tregua que el termómetro respeta, la nieve se deja caer. En nuestras casas calientes, detrás de los cuarterones, nuestros ojos escudriñan el lento flotar de los copos. Imaginamos a Calder, pegando algodones fríos al hilo de un rayo de sol o a centenares de hadas moviendo varitas mágicas justo a las puertas del cielo, o asistimos sin querer a la invasión lepidóptera, contemplando los millones de cándidas mariposas que surgen en las alturas y se quedan en el aire con las alas extendidas, o vemos cisnes minúsculos, volando libres sin rumbo en migración infinita hacia la sólida tierra. En realidad somos tontos. Aunque sabemos que es agua, que son filamentos del hielo cayendo sobre la tierra, nos dejamos engañar. Los copos que vemos caer lo hacen con tal suavidad que en vez de espadas de muerte o cruces de cristal cortante nos parecen otras cosas: Metáforas de blandura, belleza pura impoluta, tal vez gurruños de seda, la mano de enjalbegado que da cada año el invierno o el capullo de una flor inmensa como el firmamento que inventa un imperio fugaz. Nos engañamos con ellos. Los copos no son un don que los dioses nos envían, los copos son de silencio. Aunque nacen con un ínfimo chasquido, en torno a núcleos de polvo, en el vientre de las nubes y en lo más alto del cielo, los copos no traen la vida. Los copos son mensajeros de los helados infiernos y llevan la muerte en el alma. El blanco sin compasión esnifa el viento del norte y se calla como un monstruo delincuente la triste historia del mal.
Así va cayendo la noche. El suelo ya se ha acostado y piensa en el cielo oscuro. La vida desaparece. El último ser de la tierra jadea en medio del prado. Comprende que, si no se mueve, no tardará en ser un fósil, porque la nieve y el viento no son enemigo pequeño. Se encuentra como hipnotizado. Muy pronto caerá en la cuenta de que no podrá oponerse al cuchillo de la muerte. Que la fuerza de su impulso es sólo una luz minúscula en medio del firmamento. Que el tiempo, que no para nunca, le arrastra hacia el punto y final sin preguntarle quién es, y empieza a pensar de esta forma.
-Tal vez, llegado el momento, hay que dejarse vencer.
Ya es tarde para reaccionar. Su alma se está congelando e impide que piense en vivir. Renuncia a un combate inútil. Se deja cubrir por la capa de cándidas plumas de frío para buscar un descanso y enseguida se abandona. Su aliento es casi un recuerdo. Se adapta la nieve a su cuerpo y empieza la transformación, la lucha definitiva. Un dolor desgarrador le nace en el fondo del vientre. Parece que un gran bisturí le está quebrando por dentro y sueña que su corazón se hiela en un mausoleo al borde del cementerio. Su cuerpo blando y vital, se troca en inerte roca. Quizá callados trapenses le velen con suave mortaja en una grandiosa abadía, cuando lo encuentren mañana, tumbado bajo la nieve. 
El alba llega inminente del fondo del horizonte. Mientras la noche se estira, los objetos resplandecen. Parece una gran luciérnaga el mundo fosforescente. La torre del campanario y el pino del centro del parque son fantasmas invisibles. Tampoco están los senderos. La ventisca es caprichosa y cambia como en un juego la pendiente de las cuestas. La ceremonia final incluye una máscara tétrica que maquilla nuestras calles con su polvo de alabastro y tiñe de múltiples canas el rojo de los tejados. Carámbanos en los aleros coronan los edificios. No es cierto el vestido de novia ni que la pálida alfombra anuncie sobre los campos la bella marcha nupcial. Lo que se anuncia en el cielo es el negro desvarío que canta la infame parca haciendo quebrarse a las ramas y ulular a todo el bosque. La ruda invasión del hielo prosigue su gélido afán. Hace frío, mucho frío... La nieve, que nos fascina, concluye su plan asesino: Anula el calor de los cuerpos, impide la corrupción y entierra el color de las cosas en honda fosa común. Cuando el sol encuentra el hueco para asomar su cabeza es blanco como la nieve. Ahora ya sólo hay un dios y el mundo se queda inmóvil. Tan fijo que parece muerto, tan blando que no tiene forma, tan blanco como el silencio.

Magnicidio

El enemigo era la vela. Enhiesta sobre la mesa, ella se sabía sola. Por eso desconfiaba de pactos y de alianzas, por eso giraba su rostro como un tornillo sin fin, como una llama de fuego que se pone de puntillas y atisba así al enemigo. La fuerza de su presencia era el calor de su cara, las razones que su luz aclaraba o descubría, las palabras de su boca incandescente. Pero enfrente, escondidos en las hojas de algunos libros de historia, disfrazados tras los marcos de los cuadros polvorientos, esperaban los sicarios de la muerte. La vela temía a las fuerzas que se arrastraban debajo o se tapaban los ojos ante su llama humeante. Sabía que la amenaza venía del fondo oscuro y tenía la certeza de que un día llegaría en que habría que defenderse. Por eso sudaba cera e insistía en controlar los asuntos de la gente con su fogosa mirada. Retorcía su cabeza en un giro helicoidal y se aupaba hacia lo alto para ver en la penumbra la conjura de las sombras o escuchar los cuchicheos y el rumor de la venganza.
Mientras tanto los oscuros se escondían y se armaban de argumentos. Con gestos de odio en sus rostros manifestaban su horror: No es posible ser mejores bajo la luz enemiga, se decían. Acabemos con la luz, murmuraban en la sombra. Eran muchos, de colores desvaídos y hablaban como en susurros. Según ellos, era precisa una guerra. Un ataque, precedido de amenazas, con sucias trincheras de barro y ejércitos incontables. Un ataque o tal vez un largo asedio para que el miedo impidiera que la luz se renovara. Triunfó, sin embargo, la idea de utilizar la sorpresa, porque evitaba mancharse con argumentos sin cuento y porque el efecto buscado se obtendría en menor plazo y sin buscar coaliciones ni compromisos extraños. Lo hicieron en un congreso de fuerzas de la oscuridad y de extremistas salvajes. En él las tinieblas del límite hablaron con los clandestinos, pensaron en la estrategia, solicitaron informes y acabaron designando a un agente ejecutor. El agente designado fue una tormenta de otoño. Este fue el plan diseñado: La tormenta, disfrazada con la niebla y envuelta en turbios secretos, podría avanzar con sigilo y asesinar a traición. La noche la ocultaría y el viento se encargaría de borrar todas sus huellas. Los sicarios de las sombras y los desterrados del cielo saldrían de sus guaridas para llamar la atención y ocultarla en lo posible. No importaba si la vela fallecía asesinada por las balas de un revolver o ahogada por la horca o en el fondo de una ría. Importaba solamente acabar con el destello de su cabeza de luz.
Después de un entrenamiento de hiel y de sufrimiento, la práctica comenzó. De día disimulaba y oculta en el fondo del valle, la tormenta se escondía. El viento la acompañaba, girando como en espiral, reproduciendo en su vientre los argumentos del odio. La noche le daba refugio para avanzar sin ser vista. A veces, al amanecer tapizaba las mañanas con el gris de la tristeza y a veces al atardecer dejaba caer un chubasco y algunos truenos salvajes para aliviar la tensión. Luchando consigo misma, guardando un silencio culpable, lograba acallar apenas su bárbara naturaleza. Sabía que no podía mostrarse en forma de col, sin perder toda su fuerza, como un Sansón afeitado, de modo que todas las tardes tenía que reprimirse, cortar su fuerza vital y buscar el horizonte sin que sus rayos cayesen. Así llegó finalmente hasta el lugar señalado sobre el que estaba la vela. Siguiendo el plan diseñado, escala la plataforma en donde espera la víctima, tranquila en su palmatoria. Acecha tras un jarrón y aguarda el momento oportuno para saltar sobre ella. Tiene a dos pasos el éxito. Hace acopio de valor. Tan próxima está a la llama que podría hasta tocarla si quisiera. Pero hay que tener cuidado. No debe dejarse llevar. Aguanta el impulso loco y deja que se recargue su fuerza imponente de horror. Girando como un ciclón, liberando en un instante rayos, truenos y terror, resopla con todas sus fuerzas y estalla con violencia:
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
La vela no reacciona: Ha sido decapitada. Sus latidos de energía se congelan y su sangre transparente se hace sólida. Su cabeza, sin embargo, no aparece y hay quien piensa que la noche la ha raptado o que escapó de milagro hacia un remoto país. Lo evidente, en todo caso, es que la luz se ha apagado y que un diluvio amenaza con inundar de tristeza el mundo en el que reinó.
Ahora ya todo está negro. En el medio de las sombras un cilindro blanquecino y vertical recuerda al color olvidado, y unos hombres, que se juntan en su base, allí mismo se conjuran:
-Debemos buscar el fuego, -cuchichean- habrá que prender la vela.
Conscientes de la amenaza, los esbirros de lo oscuro han encerrado sus restos en una caja sellada y la han escondido en secreto en una mina profunda. La vela descabezada en el fondo de la tierra espera el final de su exilio. Tumbada en su negra prisión, segura de su importancia, no desfallece su ánimo. Aunque recuerda poemas que describen el fulgor de su mirada y el calor apasionado de su boca de dragón, no quiere dejar que el pabilo añore su antigua melena. Se alimenta de futuro, porque sabe que el destino le hará volver a brillar, que a la luz de las luciérnagas despertarán los fosfenos y que ojos que miran sin ver recorrerán los caminos en busca de su claridad. La vela espera callada. Sabe que nuestra ceguera es sólo cuestión de tiempo. Sobre el cilindro de cera, el fuego renacerá.

AmO

Ella era una letra mayúscula, femenina, presumida y elegante. Él era un rosco redondo, romo, tosco y más bien simple. Ella estaba sobre la página treinta, al empezar el capítulo que se refiere al amor, y él en la treinta y uno miraba hacia todos los lados. Coincidían justamente, pues estaban situadas en la misma latitud y en la longitud complementaria del principio y el final de las líneas de sus dos páginas. Cuando el libro quedó abierto se vieron en la distancia y supieron que en el sitio en el que estaban ya siempre coincidirían. Él estaba precedido por la "L", que era alta y desgarbada, y seguido de una “S”, que exhibía su silbante y sinuoso trazado por el suelo de la línea. Ella se daba un garbeo con la "H", la letra que había lucido un estrecho miriñaque que le llegaba a los pies, mientra ambas eran niñas, y que era su confidente, pues siempre callaba y callaba, ahora que habían crecido. El caso es que se miraron, estimaron el sentido de su destino ya escrito, y decidieron unirse, sin pensar en conocerse sólo un poco. Las letras se comprometieron y esperaron el contacto. El reencuentro no tardó. Apenas pasado un minuto, entraron en intimidad. Supieron que estaban presas en cárcel de papel couché, pero aceptaron su celda, de modo que en la estantería dejaron pasar el tiempo, mientras el polvo crecía en su alma de tinta negra y las hojas amarilleaban, viviendo en la oscuridad. A veces se preguntaban si estaban allí condenadas y el por qué de todo aquello, más nunca tuvieron respuesta.
Un día de lluvia fina, un joven consultó el libro. Leyó el prólogo, avanzó en la trama y llegó hasta la página treinta. Se vieron por segunda vez. Seguían en el mismo sitio. Se escuchó a la voz leyendo y después cayó una lágrima sobre el vientre de la letra, que sintió latir su pecho y un fuego nuevo en sus venas.
Cuando el lector avanzó y las páginas contiguas volvieron a tocarse, él la buscó en su sitio, pero ya no la encontró. Ignorante del suceso, esperó sin esperanza que su amada apareciera y escarbó como un poseso en el hueco humedecido. En vano fue todo su esfuerzo. Nunca volvió a palpar sus largas y abiertas piernas ni el gracioso cinturón horizontal que las cruzaba, nunca volvió a escuchar ese rumor a mar que impregnaba su presencia ni volvió a sentir el pincho de su pico puntiagudo en su redonda cerviz. 
Decenas de años después, el papel amarillento se comió el color oscuro del orondo y negro rosco y cientos de años más tarde una tribu de xilófagos borró el paisaje sin tinta en el que estuvieron las letras, antes del fin del fin. 

Yo no soy Fernández Mallo

Mi amigo: Javier Menéndez,
un yeista enmascarado,
desmaya mi nombre florido
y en malla enreda a mi mes.

-Ya ni yo sé ya mi nombre-
le digo airado en la web,
-yo soy yoista inspirado.
Mayo la gente me llama,
azares tiene el Rodríguez,
seguido del mes citado...
Y añado, para más señas
-yo soy de origen ye-ye-

Se ríe el mal leonés
y así me deja tirado,
en medio de
Santander.

Reloj dorado

-Quiero un reloj de oro para caballero- dijo ella en la joyería de la Plaza.
Emilio, el propietario, sonrió levemente. Más que una sonrisa era una mueca de cortesía; estaba tenso y no entendía por qué. Reflexionó un instante: Hacía tan sólo tres minutos que sus cinco sentidos estuvieron concentrados en protegerse de las tejas que caían a la calle, arrancadas por la surada de los tejados inclinados de la villa. Sin embargo ahora, después de haber franqueado la puerta a la mujer, todo lo anterior parecía muy lejano. Ella lo había estado esperando frente al escaparate y le había hablado de un encargo, ajena al terrible viento. Después, ya en la tienda, había rechazado sentarse en la silla y le había pedido aquello, un reloj de oro para caballero.
Meticuloso y distante, Emilio se despojó de la gabardina, la colgó en la percha y la puso en el armario, mientras ella se desabrochaba el chubasquero negro.
-¿Ha visto ya alguno que le guste? -dijo Emilio- ¿le interesa en especial alguna marca?
- No, aún no he visto nada.
Los ojos de la mujer recorrieron las paredes lo mismo que un ave nocturna que buscase a tientas una rama donde posarse. No tenía muchas ganas de explicarse. Emilio desvió su mirada a la busca de la lámina de Rubens con el hambriento Saturno y esperó a que continuase, pero, como ella seguía callada, el comerciante volvió a tomar la palabra:
-Creo que podremos encontrar lo que usted quiere. Por favor, mire esto.
Emilio se situó tras el pequeño mostrador y se inclinó para extraer un estrecho cajón con tres relojes. Eran tres doradas joyas sobre una gamuza suave. Se aclaró la garganta e inició su parlamento:
-El de la izquierda es obra de un viejo artesano. Requiere limpieza y cariño y que se le dé cuerda diariamente. Es un reloj hermoso. Mire esas letras góticas y el arabesco elegante de las manecillas. Representa el saber acumulado, el orgullo del origen y la nostalgia del esfuerzo; es la razón de una vida, la causa de mil sacrificios. Es el ruidoso pasado, resistiéndose al olvido... El de la derecha es muy diferente, es él ultimo grito, la exactitud testada en cien concursos, manecillas que parecen vectores matemáticos en una esfera tan blanca que aparenta estar vacía. La marca que lo fabrica se gasta millones en contar cómo el futuro se encierra en su corazón. Dicen que la ínfima pila que mueve su mecanismo alcanza una autonomía que se cifra en veinte años. Veinte años de silencio, de tiempo medido y domado, de tiempo que al fin se esfuma y sin más desaparece.
-¿Y el del centro?- dijo ella.
-El del centro es una joya. En relidad no es un reloj. Es una imagen del tiempo, un drama sin desenlace. 
Carece de maquinaria. Intenta explicar el presente, e insiste en que es lo real, lo único que en verdad existe. Es pura contradicción, es de un dorado pulido para cargarse de luz. El círculo de su esfera aspira a la eternidad. 
Entonces la mujer se dio cuenta de que era eso lo que quería y de que este era el hombre que buscaba.
-Creo que ya he decidido. Es esto lo que quiero. Haga el favor de envolvérmelo.
-De acuerdo, entonces el último, ¿no?- precisó el joyero.
-Dese prisa,-le interrumpió la mujer, en el momento en que sacaba de su cartera un sobre con billetes, que puso sobre el mostrador- ¿Con esto será suficiente?
Emilio contó el dinero y le devolvió la mitad.
-Gracias, es usted un hombre honrado.
-Y usted una buena cliente.
La mujer tomó el envoltorio y lo palpó con la yema de sus dedos. El dueño de la joyería dijo:

-Disculpe que le pregunte, ya sé que no debería... ¿Puedo saber para quién compró el reloj?
-Lo siento, no puedo satisfacer su curiosidad. Mis regalos resultan siempre inesperados.
Emilio la acompañó hasta la puerta y siguió su estela. Nunca la plaza estuvo más desierta. Nadie se cruzó en su camino. Era una sombra negra al pairo del vendaval. Pasado el ayuntamiento, giró hacia la plaza de la Esperanza y desapareció de su vista.

El joyero se dio la vuelta y anduvo unos pasos para ocupar su lugar de nuevo, detrás del mostrador. Intentó pensar en lo que había sucedido al tiempo que recogía. Sólo entonces se dio cuenta de que el reloj que había vendido seguía allí y de que el viento había amainado totalmente. Un extraño efecto había parado todos los relojes y el silencio se extendía como un virus imparable a su alrededor.   

cIIbi2

          Sucede en la                               Zona cero:          
        Hay dos unos                            frente a frente,  
        que se miran                                a los OjOs.    
        El uno propone                              ir de cena,      
    y el otro se quema                           de amor      
           y se suma                              a lo anterior.  
        Luego sienten                               un ardor,        
           esa llama                               que les llama     
           a sentirse                                  en amor a dos,    
      ahora que son                                un gran ll.     
         Juntándose                              el uno al otro,   
         acurrucados                                   con C           
             ll, bi, dos                               gritan ambos,   
    y, acostumbrados                            al dos,           
          no se enteran                               todavía          
             de que empiezan                           a ser tres.             

Sé Bastián

El primer capítulo de lo que voy a contar sucedió hace casi treinta años. Por entonces Michael Ende acababa de publicar en España su "Historia interminable" y la edición de Alfaguara ocupaba el escaparate de todas las librerías. Aquel día yo había entrado en "Sabes", un negocio entonces nuevo, muy pequeño, cuyo nombre, además de la segunda persona del singular del presente de indicativo del verbo saber, era la forma que el espejo reflejaba al ser nombrado entre los suyos Sebastián, su propietario. 
- Sabes es un palíndromo, me dijo. Me encantan los juegos de palabras.
Él era ya un hombre maduro que fumaba en pipa y que hablaba sin parar de sus lecturas, de modo que no desperdició la ocasión de informarme de la cualidad metaliteraria de la novela de Ende y de la comunicación entre los diversos niveles de la narración: Una especie de juego de matrioskas, dijo, algo que se parecía a lo de aquel cuento de Borges en el que alguien era capaz de soñar la realidad. Tantas cosas me contó y tanto me valoró la obra que me sentí obligado a comprarla. Sin embargo, al ir a pagar con un billete verde de los de antes, le comenté con evidente ironía:
- Tenga usted mucho cuidado. Esta obra puede llegar a arruinarle.
-¿Por qué?- me preguntó, disponiendo una cándida sonrisa en su rostro de doctor.
- A ver, si la historia es tan buena como usted dice y es realmente interminable, ya no se venderán más libros, porque todos los lectores acabaremos atrapados en ella, sin saber cómo salir.
Sebastián, el librero, sonrió, me señaló en la tapa el nombre del autor y dijo:
- ¿El título? No se lo crea. El título es una metáfora... ¿Cómo se llama el autor?
- Michael Ende.
- ¿Y eso, en cristiano, qué es?
- Miguel... ¿Fin?
- Pues ahí está la salida. El nombre de Michael Ende es el final de la obra.
Recuerdo que leí la novela en dos ocasiones sucesivas y en contextos muy diferentes. La primera vez lo hice casi de un tirón, en la soledad de unas remotas vacaciones veraniegas en la playa. La verdad es que me encantó. La segunda, cinco años más tarde, se alargó más de dos meses, sumando pequeños periodos de aproximadamente diez minutos y sentado al borde de la cama de mi hija. Ella, con nueve años, escuchaba fascinada hasta que apagaba la luz, mientras el pequeño Miguel resistía los embates del sueño, cubierto por una manta de lana, pero imponiendo cada noche su presencia en la fiesta de la lectura.
Entretanto tuve tiempo de visitar como cliente a Sebastián y de escuchar sus sabios consejos. Su figura y su actitud me llevaron a asociarle con el señor Koreander, el librero de la “Historia interminable”, y a sentir una especial admiración hacia su persona. Él hablaba de los contenidos literarios y hacía juegos de palabras con los nombres y los títulos sin dejar que su vida se mezclase, y yo, tan consciente como él de la incorruptibilidad de su mundo y de la fragilidad de nuestra relación, actuaba en consecuencia. Me acomodaba al otro lado del mostrador y dejaba que sus palabras dibujasen los perfiles de los libros y tejiesen una red de relaciones que iluminaba su contenido. Si para mí sus consejos eran como un faro en la noche que indica el camino al navegante desorientado, para él mi agradecimiento era maná en el desierto, una droga necesaria entre tanta incomprensión. 
En 1995, justo el día en que murió Michael Ende, falleció también mi amigo. Fue algo totalmente inesperado. Recuerdo que fui al tanatorio y que no me atreví a acercarme a su mujer, pues para ella yo era un desconocido, así que preferí dejar este mensaje en el libro de pésames:
-”Él me abrió la puerta a muchas historias que ahora me resultan imprescindibles y por eso no puedo dejar de imaginarlo junto a ellas, en los márgenes de tantos libros y reinventando el mundo cada día. Lo siento, lo echaré mucho de menos”.
Desde entonces, para mi, la Historia Interminable es una asignatura pendiente. Lo tengo a la vista, sobre la estantería. Su lomo va perdiendo brillo, sus páginas se tornan amarillas, pero hay algo que me llama en su interior. Lo siento dentro del pecho. Ayer caí en la cuenta de que Don Quijote murió sabiendo que Cervantes lo había escrito y cada día me resulta más urgente averiguar si la salida de la Historia Interminable era el escueto apellido del autor o si el librero me engañó. Tal vez él obró a sabiendas de que yo quedaría atrapado en aquel extraño nivel de narración en el que habíamos coincidido, un nivel en el que nada impediría que escuchase sus atinados juicios, un nivel de letras negras, que a veces se tornan rojas, en el que su nombre quedaría transformado levemente por un fácil calambur, que en la forma de un mandato imperativo nos impulsa a convertirnos en protagonistas de la historia que leemos (Sé Bastián). Un nivel con forma de paralelepípedo que es a la vez cárcel y refugio, infinito y tangible, definitivo y variable... En ese nivel escrito que fosiliza el tiempo, ambos seguiremos coincidiendo, aunque él ya no esté aquí.